En uno de los sitios más remotos y con uno de los climas más extremos, justo a la mitad de camino entre Noruega y el Polo Norte, existe un lugar llamado Longyearbyen, que está habitado por unas 2,000 personas y tiene abundantes reservas de minerales y carbón, pero allí sus residentes es ilegal morirse.
En realidad, no se prohíbe morir sino los rituales fúnebres y enterrar cadáveres.
Se trata de un lugar frío y donde abundan los osos polares que recibe visitas en todo momento pero donde los decesos están cancelados desde 1950 debido a una instrucción gubernamental que obliga incluso a los enfermos a mudarse a Noruega para el esperado final de sus vidas.
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Hay una razón poderosa para esta regulación. La ley que se estableció en Longyearbyen permite a los familiares de los fallecidos cremar los cuerpos si así lo desean, aunque es una práctica poco común, pero morir allí no es permitido porque los cuerpos no se descomponen de manera rápida y natural por las bajas temperaturas, sino que se desintegran de manera paulatina y hasta se conservan por varias décadas, volviéndose un riesgo para la salud de los vivos.
En ocasiones, enfermedades contagiosas que llevaron a una persona a perder la vida, se mantienen activas aunque el organismo que los sostiene haya sufrido un deceso, y es por ello que quienes viven en esa comunidad se adaptan a la vida y trabajo en la zona, pero deberán morir o llevar a sus muertos fuera del poblado.
Por ejemplo, científicos han podido obtener muestras vivas de la Gripe Española en personas que fallecieron en 1918 y fueron enterradas. Como medida de prevención, todos los cementerios locales han sido cerrados.
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