Por Megan Janetsky - The Associated Press
Las hermanas Rolo González salieron del principal aeropuerto de Nicaragua y vieron un mar de hombres jóvenes.
Los “coyotes” centroamericanos entrecerraban los ojos, tratando de encontrar a las personas que llevarían de forma clandestina a Estados Unidos. Estos fueron los primeros pasos que Merlyn, de 19 años, y Melanie, de 24, dieron fuera de Cuba. Cargando dos pequeñas mochilas y a la hija de Melanie, de un año, las mujeres se dieron cuenta de lo solas que estaban.
Su odisea de más de 4,200 millas (6,000 kilómetros) llevaría a estas estudiantes de Medicina a cuestionarse el pasado, a correr —sin saberlo— contra un reloj legal que no se detiene y a tambalearse al borde de la muerte mientras caían por un precipicio.
Un éxodo masivo
El viaje de estas hermanas es uno de los cientos de miles que los cubanos han emprendido en los dos últimos años en una oleada histórica de migración, alimentada por una crisis en la atormentada economía de la isla, provocada en parte por la pandemia y una de las tasas de inflación más altas del mundo.

Este éxodo motivó en enero una medida de la Administración Biden para reducir el número de inmigrantes cubanos, a los que históricamente el país había acogido incluso cuando rechazaba a haitianos, venezolanos, mexicanos y personas de otras naciones latinoamericanas y caribeñas.
Las hermanas Rolo González, como otros en la isla, perdieron la esperanza en el futuro de su país. Su optimismo descansaba en la vaga idea de la vida en Estados Unidos y un futuro mejor para la niña.
“Lo único que sabes es que te vas a un país extranjero en el que nunca has estado, a poner tu vida en manos de gente que nunca has conocido, a otro lugar que no conoces”, cuenta Merlyn, la hermana menor. “Tienes tu destino, pero no sabes lo que te espera en el viaje”.
En los últimos dos años, las autoridades estadounidenses han detenido a cubanos casi 300,000 veces en la frontera con México. Esa cifra es más de la mitad de la población de la ciudad de Baltimore, o casi el 3% de los habitantes de Cuba. Algunos han sido devueltos, pero la mayoría se ha quedado bajo normas de inmigración que se remontan a la época de la Guerra Fría.
Aunque se habían formado como doctoras, las hermanas Rolo González pasaban su tiempo libre en las afueras de La Habana reuniendo lo suficiente para comprar productos básicos, como leche de fórmula para la hija de Melanie, la mayor.
Las mujeres soñaban con viajar como médicos, pero pronto se desilusionaron de la vida en Cuba con frecuentes apagones, escasez de suministros médicos y otror problemas de escasez.
Cuando nació la hija de Melanie, Madisson, ella y su marido empezaron a hablar de la posibilidad de emigrar a Estados Unidos. Decidieron que él se iría primero y después buscarían otras rutas legales y menos peligrosas para ella.
En mayo de 2022, él voló a Nicaragua. Poco después, según Melanie, la dejó por otra mujer. Sin embargo, ella seguía planeando irse, ahora con su hermana menor.
“Somos libres”
En el último año, la mayoría de migrantes cubanos han volado a Nicaragua —donde no necesitan visa— y se han desplazado por tierra a México. Un número cada vez mayor toma la peligrosa ruta marítima, viajando casi 161 kilómetros hasta Florida en embarcaciones abarrotadas y de construcción precaria.

Las hermanas vendieron la casa que les dejó su padre, junto con el refrigerador, el televisor y cualquier otra cosa de valor, a cambio de unos dólares. Con ayuda de amigos y familiares de Florida, disponían de 20,000 dólares.
Con eso pudieron volar a Nicaragua y viajar por tierra hasta la frontera con Estados Unidos.
Pidieron una licencia en la Facultad de Medicina e informaron de su viaje solo a su familia y a cinco amigos íntimos.
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Días antes del vuelo, juntaron meticulosamente pilas de medicinas, ropa de invierno y leche en polvo para bebé: todo lo que podían meter en dos mochilas de color azul y rosa.
Ellas, como muchos otros cubanos, contaban con la relativa (pero a punto de desaparecer) facilidad para entrar a Estados Unidos.
Justo después de la medianoche del 13 de diciembre, atravesaron un pasillo lleno de fotos familiares y abandonaron su hogar para siempre.
En el aeropuerto de La Habana, lo último que le dijeron a su madre antes de dejarla sola fue “Te quiero”.
“Hasta entonces, me parecía irreal”, cuenta la hermana menor. “Cuando me vi allí sentada en el avión, en lo único que pensaba era en lo que habíamos conseguido. Cuando el avión despegó, nos miramos y dijimos: ‘Somos libres’”.
Salieron del aeropuerto de Nicaragua con un “coyote” que tenía una foto de ellas en su teléfono y recibía instrucciones por WhatsApp.
Era el momento del primer pago: 3,600 dólares en efectivo.
El “guía” era una presencia incierta, pero constante, que les enviaba mensajes con instrucciones a medida que iban pasando de contrabandista en contrabandista.
Una vez que pagaron, iniciaron un viaje de 12 horas con el “coyote”, llegando a una casa destartalada a medianoche. Les despertaron antes del amanecer. Con el aire helado cortándoles los pulmones, Melanie y Merlyn empezaron a caminar por una montaña llena de granjas de maíz y café: la frontera entre Nicaragua y Honduras.
Siguieron así durante días, recorriendo Honduras y Guatemala en autobús, en automóvil y a pie por los paisajes salpicados de volcanes.

Se maravillaron ante montañas irregulares y nubes ondulantes tan infinitas como los océanos que antes las habían rodeado. “Todo era nuevo”, afirma Merlyn: “Salimos de Cuba”.
De vuelta en la isla, Marialys, su madre, se aferraba a mensajes de texto y fotos como signos de que estaban bien.
“Hay un vacío horrible en esta casa. Veo aquí, veo allá y es como si no tuviera nada”, lamentó.
Accidente vehicular rumbo a la fontera
A las 3 de la madrugada, las hermanas Rolo González dormían y viajaban junto a otros 18 inmigrantes en una vieja furgoneta azul que atravesaba a toda velocidad los densos bosques de pinos de Chiapas, México, en una fila de cinco vehículos.
Estaban atravesando un paso informal y la llovizna hacía resbaladizo el camino de tierra.
Merlyn sostenía en brazos a su sobrina cuando el vehículo resbaló y cayó dando diez vueltas al vacío. La sacudida la lanzó a ella y a la niña por el parabrisas junto con el conductor. La joven, a quien un trozo de cristal le abrió un profundo corte en la nuca, envolvió a su sobrina con su cuerpo.
Cuando aterrizó sobre la tierra fangosa, miró hacia abajo y sintió pánico al ver los cortos mechones de cabello y la cara cubierta de sangre de la bebé, que la miraba con los ojos muy abiertos.
Melanie se acercó corriendo, comprobó los signos vitales de ambas con la luz de un teléfono y vendó la cabeza de su hermana como había aprendido en la Facultad de Medicina de Cuba.
En los días siguientes, supieron que la madre de un niño cubano de 8 años había muerto esa noche.
“Sentimos que significaba que nos quedaba mucha vida por vivir”, dijo Melanie.
La víspera de Año Nuevo, las hermanas Rolo González cruzaron el río Grande desde Juárez hasta El Paso a primera hora de la mañana. Inmediatamente fueron recibidas por agentes de la Patrulla Fronteriza, detenidas en Texas y puestas en libertad condicional durante 60 días.
Poco después, se anunció la nueva restricción de la Administración Biden. Habían llegado justo a tiempo.
“Se acabó la pesadilla, hija mía”
De vuelta en Cuba, la madre miraba el teléfono con manos temblorosas. Hacía tres semanas que no veía a sus hijas y a su nieta.
En Daytona Beach, Florida, las esperaban amigos de la familia. Unos globos decoraban sus camas y había una cuna rosa en un rincón.
El teléfono de Marialys sonó. Miró el video granulado con los ojos entrecerrados.
“¡Mira ahí, ahí está el auto, ahí están!”, gritó cuando un vehículo plateado apareció en la pantalla.
“Hola, mami”, dijo una de las hermanas sonriendo.
“Se acabó la pesadilla, hija mía”, murmuró su madre.
Se acabó la pesadilla, hija mía.