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Ciudad Juárez, la tierra donde se mueren los sueños de tantos migrantes: "¿Por qué nos engañaron, por qué?"

Miles intentan cruzar la frontera casi a diario y miles lo consiguen solo para ser retornados a México. En un puente internacional, una mujer se desplomó llorando mientras sus hijos sufrían a su lado. Ahora insiste: “Ya se me quitó el miedo”.
/ Source: Telemundo

CIUDAD JUÁREZ — Vilma Iris Peraza caminaba dando tumbos hasta que finalmente se desplomó sobre la acera. Allí, sobre el Puente Internacional Paso del Norte, comenzó a llorar con la boca abierta mientras meneaba la cabeza y agarraba a sus dos hijos. La niña comenzó a vomitar, el niño la miraba asombrado con su carita hinchada, y ella intentaba alzarlos con dificultad. Pero no podía y, cada tanto, decía: “¿Por qué nos engañaron, por qué?”.

El 3 de marzo dejó Honduras y pasó más de 10 días en una travesía frenética durante la que caminó decenas de kilómetros por la frontera entre Guatemala y México: subió y bajó de autobuses; y viajó en taxis y tráileres hasta que llegó a la ciudad mexicana de Reynosa. Allí los coyotes la lanzaron al río el 16 de marzo, con decenas de personas más, y en la otra orilla se entregó a las autoridades migratorias estadounidenses.

“Estuve dos noches en ese sitio que llaman las hieleras porque hace mucho frío”, explicaba viendo a sus hijos que moqueaban. En McAllen, Texas, tomaron sus datos, pero nadie le informó de que la subirían a un avión para devolverla a México. Voló más de 600 millas hasta El Paso donde la metieron en un autobus, con 80 personas más, que la dejó en el puente fronterizo. Recién ahí les dijeron que iban para México, y ella se largó a llorar.

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Es una mujer menuda, de 28 años, que habla con horror de su país. Para ella, Honduras no es la patria sino el infierno. “Ya no puedo volver para allá. Las maras nos amenazan y no se puede trabajar”, explicaba desplomada sobre un escritorio del Consejo Estatal de Población (Coespo) en Chihuahua.

Era el 18 de marzo y Peraza había atravesado el puente pocos minutos antes. Todavía no sabía que estaba en Ciudad Juárez, uno de los pasos fronterizos más transitados del país y una urbe que en 2019 destacó como la segunda más violenta del mundo con una tasa de 105 homicidios por cada 100,000 habitantes. “Yo solo quiero reunirme con mi esposo que está en Estados Unidos, queremos un mejor futuro para mis niños”, exclamaba entre lágrimas.

Peraza fue retornada a México bajo el Título 42, una controvertida norma implementada por el Gobierno de Donald Trump en marzo de 2020. Esta medida, que sigue en vigor con la Administración de Joe Biden, se basa en un estatuto de salud pública de 1944 —que nunca había sido usado con fines migratorios—, y permite suspender de manera indefinida los viajes no esenciales e impedir la entrada de extranjeros alegando la amenaza que supondrían para la salud pública por la pandemia de coronavirus.  

Vilma Iris Peraza, migrante hondureña que fue retornada del territorio de Estados Unidos hacia Ciudad Juárez, el 18 de marzo.
Vilma Iris Peraza, migrante hondureña que fue retornada del territorio de Estados Unidos hacia Ciudad Juárez, el 18 de marzo.Albinson Linares

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Entre el 21 de marzo de 2020, cuando fue invocada, y el pasado mes de enero, las autoridades fronterizas reportaron más de 650,000 encuentros con migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México, lo que generó 530,000 expulsiones, según datos oficiales. Una investigación del diario Los Angeles Times reveló que, de todos esos encuentros, solo 120 personas —menos del 1%— tuvieron la oportunidad de lograr alguna medida de protección y permanecer en Estados Unidos.

En los últimos meses, las autoridades de Chihuahua han sentido en carne propia los efectos de esa medida. A fines de 2020, los retornos de migrantes se ubicaban en una cifra diaria que no rebasaba la treintena pero, después de la victoria de Joe Biden, los números comenzaron a subir.

Según datos oficiales, la cifra diaria de personas migrantes que son retornadas desde El Paso, por el Título 42, se ubica en 150 o más personas migrantes. De esa cantidad, 60% son mexicanos, 30% del norte de Centroamérica y un 10% son cubanos, brasileños, y de otras nacionalidades.

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Funcionarios que han asistido a las reuniones con las autoridades migratorias, pero que pidieron mantener su anonimato, afirman que aproximadamente un 10% de los retornados a Chihuahua tienen COVID-19.

“Lo que a mí me parece más grave es que estamos violentando los derechos de los más vulnerables porque los expulsan a ciudades como Juárez o Reynosa, donde los exponen a una violencia homicida importante”, asevera Eunice Rendón, académica y consultora internacional en temas migratorios.

“Muchos de estos migrantes huyen de sus países por el riesgo a perder la vida y ahora los dejan en estos puntos peligrosos, entonces no me queda claro si en realidad quieren salvarlos, además de que eso va en contra de los principios establecidos en los convenios internacionales”, añade la experta.

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Albergues cerca del límite

Con más de 1.4 millones de habitantes, Ciudad Juárez es la población más grande del estado mexicano de Chihuahua; se estima que cerca de 300,000 personas laboran en más de 220 fábricas de equipos de transporte, computación y accesorios electrónicos, entre otros rubros, que generan unos 80 millones de dólares anuales en salarios.

La ciudad siempre ha sido un ajetreado cruce fronterizo, por lo que cuenta con cierta infraestructura para atender el flujo de personas, como 18 albergues y otras instalaciones oficiales.

Sin embargo, el Gobierno estatal ha tenido que habilitar ahora espacios adicionales como una estación de bomberos y el gimnasio municipal para hacer frente a la oleada de inmigrantes que viajan hacia Estados Unidos y son retornados constantemente. Resulta frecuente ver a grupos deambulando por los alrededores del puente y en las calles cercanas a los puntos fronterizos, desde donde miran hacia Estados Unidos.

“La cifra de deportados cambia constantemente, pero cada vez están mandando cantidades más grandes”, asegura recientemente Carlos Ponce, alcalde de la ciudad.

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Los encargados de los albergues se quejan por la falta de presupuesto, los retardos en las ayudas, las necesidades alimentarias y, sobre todo, por las medidas de salud necesarias durante la pandemia. La aritmética sanitaria es sencilla pero problemática: mientras más distancia haya que guardar entre las personas, menos espacio queda en los refugios.

“Ahorita sabemos que los albergues están llenos porque nos están llamando para saber si podemos recibir más gente”, explicaba el padre Francisco Javier Calvillo, director de la Casa del Migrante, institución dedicada a la atención de las poblaciones migrantes desde hace 38 años.

Tijuana, Ciudad Juárez, Monterrey, Zacatecas, Piedras Negras y Reynosa son algunos de los hitos en la frontera norte de México que Calvillo escucha de manera constante en sus reuniones con otras organizaciones: son los lugares donde el flujo migratorio recala, toma impulso e intenta cruzar hacia Estados Unidos. Y son los lugares donde, inevitablemente, las personas son retornadas.

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“Para mí, uno de los grandes problemas es que México no tiene una política migratoria clara, juega según la estrategia de Estados Unidos o la de Centroamérica, según le convenga. Pero eso es un gran problema de derechos humanos, porque hay muchos militares tratando con migrantes, se incrementan las redadas, y eso no debe ser”, asevera.

El reciente incremento del flujo migratorio en la ciudad le recuerda a 2019, una época que define como “la peor” que ha vivido en su década al frente del refugio. Entonces los albergues tuvieron que acoger a 1,600 migrantes en sus instalaciones. “Pero no había pandemia, era otro mundo”, advierte, y agrega que el número de migrantes podría seguir aumentando porque “la gente allá no tiene trabajo, la violencia lo acaba todo”.

“Definitivamente esto ya está desafiando nuestras capacidades, sobre todo en los espacios humanitarios porque están prácticamente saturados”, explicaba Enrique Valenzuela, coordinador del Coespo, el 18 de marzo.  “Hay gente sin escrúpulos, como los coyotes, esos delincuentes que se aprovechan de las esperanzas de la gente para hacerles creer que pueden cruzar. Pero no es el momento, todos están siendo retornados”, asegura con desaliento.

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A Valenzuela le preocupan las leyes, la desprotección internacional en la que muchos de estos migrantes quedan sumidos al ser retornados porque se rehúsan a regresar a Centroamérica. Para ellos, México se convierte en un espacio temporal, un sitio donde no pueden trabajar, no se integran a la sociedad y viven en una espera continua.

“Se encuentran en una suerte de limbo migratorio. Es decir: no están en su tierra, acá no pueden ni quieren regularizarse, y tampoco pueden acercarse adonde quieren pedir protección internacional. Para ellos es un laberinto burocrático que genera mucha angustia”, explica el funcionario.

En el pasado, las caravanas con centenares de personas eran la modalidad más utilizada, ahora los migrantes llegan en grupos pequeños que se diseminan a lo largo de la frontera. “La ciudad no está en crisis, sino en contingencia”, indica Alex Rigol, encargado de la oficina de la Organización Internacional para las Migraciones en Ciudad Juárez.

“Creo que superaremos nuestros límites, pero intentamos prepararnos para eso. La diferencia es la pandemia, en el pasado teníamos menos albergues con más gente, ahora tenemos más albergues con menos gente y no los podemos llenar”, asevera Rigol  y agrega que las instalaciones de la ciudad ya tienen a 1,400 personas alojadas. Una cifra muy cercana al récord de 1,600 migrantes que se alcanzó en 2019.

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La frontera en el desierto

La colonia Puerto Anapra es una triple frontera: forma parte de Chihuahua y colinda con Texas y Nuevo México. Ubicada a 23 kilómetros de Ciudad Juárez, hay que manejar casi una hora por el desierto y el único mar que puede verse son la multitud de casas improvisadas y polvorientas que se encuentran desperdigadas en las calles sin asfaltar.

El muro fronterizo, o más bien las oxidadas vigas de la valla metálica, presiden la pobreza de un lugar que en 2019 cobró cierta notoriedad internacional cuando dos artistas colocaron un sube y baja en plena frontera para simbolizar el rompimiento cultural que significa la barrera. Pocas cosas representan mejor la desigualdad que esa porción de territorio donde, de un lado está la miseria de Anapra, y del otro la próspera normalidad de Sunland, Nuevo México.

En el mismo sector se encuentra el albergue Pan de vida que cobija a personas migrantes en un conjunto de casas destartaladas. Para Ismael Martínez, encargado de las instalaciones, los retos se incrementan con el paso de los días. “No habíamos visto tanta gente en mucho tiempo, ha aumentado bastante la llegada de hondureños y guatemaltecos. Se confundió el mensaje político y muchos piensan que todos van a pasar, pero eso no es así”, dice en tono lacónico mientras explica que hay pocas provisiones para las 150 personas que viven en el lugar.

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Vilma Iris Peraza, la mujer que se desmayó en la frontera, está viviendo allí, junto a decenas de personas de Honduras. Aunque agradece el refugio, no sabe nada de su situación legal y dice que ha sido entrevistada por las autoridades pero aún no ha hablado con asesores legales sobre sus posibilidades para emigrar a Estados Unidos.

Considera que su futuro está en Nashville, Tennessee, donde vive Luis Alexander Urrea, su esposo. “Tenemos que reunirnos porque somos una familia”, comenta y explica que su hija, Adriana, padece de anemia y está llena de ronchas y cicatrices porque no la ha podido llevar a un médico.

“Ya se me quitó el miedo, acá vamos a luchar para que nos crucen porque tenemos que seguir nuestro camino. Hay que esperar con fe”, dice con entereza.

Su esposo trabaja instalando aires acondicionados desde que emigró hace dos años. Pese a la expulsión de Peraza, todavía sueña con volver a verla. “Yo los extraño muchísimo, a ella y a mis hijos. Pero no tuvimos suerte, ahora me toca pagar la deuda porque pedí prestados casi 15,000 dólares para pagar los coyotes y toca volver a ahorrar”, dice en una entrevista telefónica.

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No todos tienen la suerte de estar en un refugio mientras esperan para intentar iniciar sus procesos legales. Nicolle Osorto también huyó de Honduras, desesperada por la violencia de las maras que asesinaron a su hermano y las extorsiones que quebraron su negocio de tortillas en Tegucigalpa.

“Somos nueve hermanos y mi mamá está en Estados Unidos pero no se da abasto para ayudarnos, por eso me vine con la esperanza de salvar a mi hija. Pero no pude”, dice entre lágrimas. Osorto ha buscado cupo en los albergues de Juárez para mudarse con su hija, pero nadie puede asegurarle cuánto tendrá que esperar. Algunas personas le dicen que dos meses, otras que cuatro, mientras tanto vive en la casa de una amiga hondureña.

“Yo atravesé el desierto, y casi me muero hace 15 años. La gente no entiende que uno nunca quiere abandonar su país, lo hacemos por necesidad y sufrimos mucho”, dice Doris Mejía, la madre de Osorto, por teléfono desde San Francisco.

Mejía ve los contratiempos de su hija como un retrato de su propia vida, una repetición de su pasado: “No pensé que mi hija iba a pasar por todo esto, pero Honduras se perdió y ya no podemos estar ahí”.

Ciudad Juárez tiene una leyenda negra por los feminicidios que se cometen de manera regular. En 2020 fue el municipio que lideró los feminicidios con 19 casos pero, en todo el país, asesinaron a 3,723 mujeres. Es decir, en promedio, cada día mataron a diez.

Pero ni a Peraza, ni a Osorto les inquieta caminar por sus calles desérticas donde se presienten las almas de miles de mujeres enterradas.

“Da más miedo estar allá [en Honduras] y no tener nada”, concluye Osorto.

Si tiene denuncias sobre la situación migratoria en México y Centroamérica puede escribir a albinson.linares@nbcuni.com