Por Cara Anna y Mstyslav Chernov — The Associated Press
Natalia Kolesnik había salido a alimentar a sus gatos cuando empezaron los bombardeos rusos. Era la tarde un barrio residencial, la hora de hacer mandados. Pero no hay nada rutinario en la vida de quienes viven en Ucrania desde que comenzó la guerra.
Kharkiv, la segunda ciudad más grande del país y a poca distancia de la frontera con Rusia, vive bajo el estruendo de la artillería a lo lejos, y también proyectiles que estallan muy cerca de los hogares.
Kolesnik, como otros residentes, aprendió a vivir con los riesgos. Hasta que ese día, en un patio cubierto de hierba, un jueves caluroso y húmedo, los bombardeos la alcanzaron.
Su cuerpo quedó en un suelo lleno de restos y escombros junto a otros dos cuerpos.
Uno estaba en estado irreconocible. El otro, yacía junto a un banco de madera astillado, y tenía un vestido amarillo desgarrado y una zapatilla azul salida. Junto a él, había una caja de frutas a medio comer, cerezas y manzanas, salpicadas de sangre. Dentro de un bolso dejado en el banco, sonaba un teléfono móvil.
El esposo de Kolesnik, Viktor, llegó en estado de shock, incrédulo, junto a su hijo.
El hombre no quería dejarla ir. Se quedó junto a ella. Le acarició la cabeza.
“Papá, no hay nada que hacer”, le dijo su hijo Olexander. A su alrededor, los socorristas esperaban para cerrar la bolsa para cadáveres.
“Está muerta. Levántate”, le dijo el hijo.
“¿Que acaso no lo entiendes?”, preguntó el padre.
“¿Qué es lo que no entiendo?”, respondió Olexander, “si es mi mamá. Papá, por favor. Papá, por favor”.
Arrodillándose, Viktor abrazó lo que quedaba de su esposa, un brazo bajo su hombro, su barbilla sin afeitar apoyada contra el rostro de ella cubierto de polvo.
Tomó su mano izquierda, la acurrucó con la suya, y volvió a dejarla. Su hijo continuó suplicando, pero Viktor lo apartó con un gesto.
“Papá, vamos”.
“No puedo”.
“Mira, estás cubierto de sangre. Necesitan llevársela”.
Viktor comenzó entonces a cerrar la bolsa de cadáveres él mismo, y luego los socorristas se hicieron cargo.
Mientras los vecinos miraban desde el borde de un campo, y mientras las autoridades comenzaban su ahora rutinaria búsqueda de granadas, Viktor se quedó solo en un banco llorando.
“¿Por qué mataron a estas personas? Es horrible. Estoy harto de eso”, dijo uno de sus vecinos, Sergey Pershin. “Nos despertamos 10 veces cada noche por los disparos, y esperamos. ¿Qué están haciendo estos bastardos? Hay edificios residenciales aquí. ¿Por qué están disparando aquí? No hay nada aquí”, dijo.
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Ese fue solo un día en Kharkiv, donde cientos han muerto en 19 semanas de guerra. A medida que Rusia vuelve a reunir a sus tropas para tratar de capturar más territorio en el este de Ucrania, es seguro decir que habrá más víctimas.
Hasta el domingo, la oficina de derechos humanos de las Naciones Unidas había verificado al menos 4,889 civiles asesinados en Ucrania desde la invasión de Rusia, un número que, según dijo, probablemente representaba una gran subestimación.