A Lisbeth Rodríguez la llena de alegría ver a su hijo de 6 años jugando al fútbol y yendo a la escuela en Korolev, una pequeña ciudad del Oblast de Moscú, ubicada a media hora de la capital rusa. Aunque dice que su vida no ha cambiado mucho en las últimas semanas, su rostro se ensombrece cuando habla de la guerra en Ucrania.
“Aquí está todo muy tranquilo, la verdad. La gente trabaja, los niños van a la escuela y todos siguen su día a día como si nada estuviera pasando, como si esto no los afectara. Pienso que es porque los rusos durante toda su vida se han acostumbrado a la guerra y todas esas cosas son normal para ellos. Pero para mí no, yo siempre estoy con miedo”, explica con pena.

Rodríguez, de 33 años, es panameña y tiene casi seis años viviendo en Rusia. En ese tiempo ha tenido que lidiar con el frío intenso del invierno ruso, los confinamientos con COVID-19, y la guerra en Ucrania, situaciones que han alterado la normalidad en todo el mundo. Sin embargo, su mayor temor es que un día cualquiera toquen a la puerta de su casa y le notifiquen que su esposo tendrá que irse al frente, a la guerra.
“Siempre tengo miedo de la próxima movilización porque varios amigos de mi esposo ya se fueron y están allá. Él tiene 31 años, y si esto se pone más fuerte, obviamente le van a decir que tiene que irse porque debe cumplir con su país, esas son las reglas. Y tendrá que ir a pelear”, asevera con pánico en los ojos.
Además asegura que la inflación no afecta su cotidianidad porque “con 100 dólares te hago un súper para dos semanas”, y solo ha notado el alza del precio de algunos productos como la leche y el azúcar.

Sin embargo, ha experimentado la tensión social que impera en la Rusia de Putin, al punto de que para preservar su salud mental tiene casi tres meses sin leer o ver noticias. “Las noticias y los videos son muy fuertes. Aquí todo es muy reservado, muy secreto, y no puedes hablar mal del país porque eso tiene consecuencias como multas y puedes ir a la cárcel por comentarios o lo que sea que hagas en redes sociales”, explica.
Rodríguez dice que en los últimos meses abandonó todos los grupos de Telegram y procura no ver noticias en las redes sociales, que están prohibidas en el país, pero a las que accede por el uso del VPN. “Estuve muy mal con la ansiedad, me enfermé e incluso bajé de peso. Yo no podía comer”, comenta.
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“He visto a muchos hombres despedirse de su familia, a muchos hijos despedirse de sus madres y es muy difícil. Es muy triste porque yo no crecí en un país de guerra, para mí esto es algo totalmente nuevo”, afirma.
En Panamá, sus familiares le piden que regrese a su patria porque temen que el conflicto se recrudezca. Debido a las restricciones impuestas a Rusia, su familia no puede mandarle dinero, ni otro tipo de ayudas. Pero Rodríguez quiere que su hijo tenga una vida normal, y eso significa vivir las consecuencias de la guerra.
“Él ve lo de la guerra como un juego. Dice que los tanques y las armas son bonitas, y solo tiene 6 años. Pero no sé cómo explicarle a mi hijo que estamos en guerra, no sé qué lo voy a decir si a su papá le toca irse porque lo movilizan al frente”, dice con el rostro ensombrecido.