El 25 de febrero de 2022, la profesora mexicana Alba Becerra tuvo que tomar una de las decisiones más difíciles de su vida: dejarlo todo en Ucrania, donde ha vivido durante 32 años, y emprender la huida hacia la frontera para escapar del cruento horror de la guerra.
En una travesía frenética casi no durmió manejando durante cinco días por ciudades como Vasylkiv, Bila Tserkva, Khmelnytskyi, Kamianets-Podilskyi y Chernivtsi hasta llegar a Rumania, destrozando los amortiguadores de su camioneta y dejando su corazón en el camino.
El 3 de marzo estaba en Nayarit, México, su tierra natal, con su hijo y su nuera que estaba embarazada. Ante la lentitud del Gobierno mexicano para regularizar la situación migratoria de su nuera, Becerra y su hijo decidieron marcharse a Europa y el 28 de abril llegaron a Burgos, España, donde trabajaron como voluntarios ayudando a otros ucranianos refugiados. A pesar de que ahí sí consiguieron la protección jurídica y humanitaria que necesitaban, el periplo de Becerra no terminó ahí.

“Regresé a Ucrania porque mi exesposo estaba muy enfermo, y mi hijo no podía ir porque corría el riesgo de que lo llamaran al frente de guerra. Como durante todo ese tiempo estuve trabajando de manera remota, porque tenía estudiantes en los cinco continentes, me pareció lógico volver”, explica Becerra, quien desde hace décadas es profesora de español en Ucrania.
Pero dice que nada la había preparado para ver, semanas después, la devastación ocasionada por las incursiones armadas en Horenychi, el pueblo ucraniano ubicado a 10 minutos de Kiev, donde ha vivido desde hace 32 años.
“Fui viendo muchísima destrucción. No podía evitar llorar cuando veía puentes, casas destruidas y los montones de costales que eran resguardos para los soldados”, afirma, mientras explica que aunque su casa no sufrió daños, la afectó mucho ver la destrucción que campeaba por todas partes.

Debido a sus problemas de salud, su exesposo estuvo hospitalizado y ella tenía que viajar hasta Rumanía, en travesías de casi 20 horas, para conseguir los medicamentos que necesitaba. Recuerda que tuvo que ir como 10 veces a las oficinas del Ejército para hacer trámites y, en dos ocasiones, empezaron a bombardear y tuvo que buscar refugio en un paso a desnivel porque a 50 metros caían las esquirlas incandescentes de los misiles.
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“Tengo los nervios destrozados, si escucho cualquier ruido fuerte me asusto mucho. Cerca de mi casa está instalado el punto del ejército que controla la entrada de los misiles a la ciudad y normalmente los derriban. Entonces lo que yo veo todo el tiempo desde mi ventana son las explosiones en el aire. El sonido es muy estridente y las esquirlas caen cerca de mi hogar”, afirma con resignación desde Burgos, donde está visitando a su familia.
Su nuera dio a luz a una niña, y Becerra viaja a España siempre que tiene unos días libres para disfrutar a su nieta. Pero sigue dando clases híbridas de español, en aulas donde los estudiantes asisten de manera presencial mientras otros alumnos se conectan desde diversos países. Sin embargo, el ritmo de las clases también se ha visto afectado.
“La escuela habilitó un búnker con todos los servicios: tenemos internet, agua para hacer té y café, y baños. Cuando empieza a sonar la sirena por los ataques pues tengo que coger a los niños y el ordenador e irme abajo de la tierra a trabajar con ellos”, dice con el asombro en la voz.
"No estoy presionada por nadie"
Becerra dice que está acostumbrada a que le pregunten por qué regresó a Ucrania, donde la guerra se traduce en múltiples dificultades que obstaculizan la vida cotidiana.
Con serenidad, suele desgranar el rosario de los problemas que ha enfrentado desde su retorno: en invierno tuvo que comprar una estufa de gas y una chimenea porque los cortes de luz eran constantes, también tuvo que instalar un generador que funciona con gasolina para no helarse por las noches y, cuando sale de su ciudad, las autoridades suelen detenerla y la interrogan minuciosamente porque es extranjera.
Pero se le ilumina el rostro cuando habla de sus alumnos y de un perrito que adoptó recientemente y se ha convertido en su fiel compañero.
“Yo soy consciente de los riesgos. No estoy presionada por nadie y sé que solo cuento con mis fuerzas y mis propios recursos porque la embajada de México no está funcionando. Así que, si pasa lo peor, procesos como la repatriación de mi cadáver no serán posibles. Pero me la estoy jugando porque mis amigos están batallando mucho y siento el compromiso moral de estar en Ucrania”, asevera con determinación.