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América ganó por la pasión, por la entrega

América ganó por la pasión, por la entrega

Por Carlos Rajo/Columna de Opinión

El América, el todopoderoso y millonario equipo del fútbol mexicano -para muchos el más odiado, el más arrogante y el de menos corazón en la liga- ganó el domingo el campeonato en una final repleta de drama y emoción.

Un América jugando con la humildad, entrega y pasión de aquellos que no son ricos ni poderosos. Un América al que sus fans le quieren no obstante lo dicho por su dueño el multimillonario Emilio Azcárraga: “Y ahora que todos nos odien más”.

Al contrario, es difícil no respetar lo que hizo ese América en el Estadio Azteca. Literalmente le arrancó de las manos el campeonato al rival Cruz Azul. El viejo dicho del fútbol de que los partidos no terminan hasta que el árbitro no ha pitado el final, por más obvio que sea, se confirmó una vez más.

El marcador era de 1-1 con lo cual Cruz Azul se coronaba campeón. Era el último minuto del extra tiempo, el último corner que se jugaría, la última jugada antes de que el silbante dijera esto se ha terminado y los cementeros del Cruz Azul comenzaran la celebración.

Apenas un par de minutos antes se había iniciado el milagro, o por utilizar un mejor término, la recompensa a esa entrega del América. Un equipo que había jugado casi todo el partido con diez hombres y que sin embargo por su despliegue, ganas de meter la pierna y correr todas las pelotas parecía ser el que siempre tuvo un jugador más. Al minuto 90 había empatado con gol del central colombiano Alvaro Mosquera.

Como el Cruz Azul había ganado el jueves, el empate no era suficiente para el América. Necesitaba que esos impredecibles dioses del fútbol le dieran la bendición y ocurriera lo impensable. Su afición no dejaba de alentar. Su entrenador seguía ahí parado en la línea de la cancha, empapado en su fino traje oscuro, gritando, haciendo gestos, dando instrucciones de que todos fueran hacia adelante.

Y es que no quedaba otra. Se acaba el partido. El campeonato parecía escapársele al América. En su propio estadio. Ante su propia gente. Había entonces que llenar el área contraria. Meterse ahí adentro a ver qué salía. Era un simple tiro de esquina que en este caso era el vínculo vital para hacer la hombrada. Para hacer un gol en el que sólo los necios y odiados americanistas confiaban. Un gol imposible en el último instante del partido.

Uno de los que fue al área fue el portero mismo del América, un tipo pasado de libras que quien lo ve no le creería que es jugador profesional de fútbol. Más pinta de contador o burócrata que de arquero titular de uno de los clubes más ricos del continente. Al parecer eso sí, con un entusiasmo y confianza en sí mismo que ya envidiarían muchos con mejor pinta futbolera (hacía recordar a José Chilavert, aquel controvertido portero paraguayo del Vélez Sarsfield argentino). Vino el corner y el arquero mexicano Moises Muñoz se lanzó de palomita para dar el cabezazo ahí en el corazón del área contraria.

Nada extraordinario el cabezazo. Sin mucha técnica y a media altura. De seguro que hubiese salido del campo de juego o el siempre eficiente y fabuloso portero del Cruz Azul, José Corona, lo hubiese detenido sin mayor problema. Pero sucedió lo inesperado. Uno de esos imponderables que tiene el fútbol y que son parte de eso que lo hace especial. Uno de los defensas centrales de los cementeros -Alejandro Castro- quiso rechazar y en lugar de sacarla la metió en el ángulo izquierdo de su propia portería.

Era la locura en el Azteca. El América ganaba un partido que por lo del jugador menos desde el minuto 13 no estaba supuesto a ganar. Y lo ganaba no por mejor técnica, mejor estrategia o necesariamente por tener mejores jugadores. Lo ganaba porque nunca se dio por vencido, porque siempre fue adelante y porque en el rostro y la actitud de sus jugadores -y entrenador también- se veía a la distancia esa hambre de triunfo. Esas ganas de ganar y alcanzar la gloria por uno y por los suyos. Más allá de que el uniforme que se porte o que quien firma los cheques sea de uno de los equipos y personajes más odiados del país.

El resto sería puro trámite. Era claro que el Cruz Azul había perdido, aunque oficialmente el partido seguía. El rostro y el lenguaje corporal de los cementeros decía mucho, parecía que tenían prisa por jugar el extra tiempo y luego irse para donde sea. Eran como aquel boxeador que está tocado y sólo le hace falta que le den el último golpe para mandarlo a la lona. No podían creer que habían dejado escapar el campeonato en el último respiro del tiempo reglamentario.

Luego del extra tiempo llegaron los penalties. Nada que sorprenda. Jugadores del Cruz Azul que fallaron, uno que detuvo el arquero del América- sí, además de meter goles también sabe atajar- y otro, el mismo Castro del gol en contra, que la mando arriba del travesaño al deslizarse en el momento que pateaba (similar a lo que le pasó al inglés John Terry del Chelsea en la final de la Champions del 2008 contra el Manchester United).

Jugadores del América que simplemente cumplieron con el mandado en momentos como ese: no hay que complicarse la vida; hay que patear a lo seguro. Lo único que importa es meter el penalti. Entre ellos uno que merece una mención: el ecuatoriano Benítez, “el chucho” para la afición americanista. Metió su penalti con maestría tirando al otro lado del arquero, pero además fue un ejemplo en el partido de todo eso que hoy se le precia al América. Él solo arriba dando la batalla contra dos o tres defensores. Nunca bajó los brazos y cada vez que le llegaba la pelota era un peligro para el Cruz Azul.

Extraño y a la vez fascinante esto del fútbol. Un equipo que llevaba todas las de ganar -ventaja del primer partido, un hombre más, un gol adelante hasta los minutos finales- que sin embargo estuvo casi siempre contra la pared. Un tanto tímido, medio amarrado, como desconfiado de sí mismo. Como que no podía creer que casi tocaba la gloria.

Quizá lo que lo explica es aquella otra máxima del fútbol de que los partidos los ganan los buenos jugadores, pero las finales las ganan los hombres. Que más que técnica, estrategias o habilidades futbolísticas, lo que más importa en una final es la entrega, la pasión, el corazón. Todo eso tuvieron los jugadores del América.

Hay que felicitar ahora al nuevo campeón del futbol mexicano. Aun si como dice su millonario dueño, hoy se le odiará más. Aunque la verdad, al menos por una noche este equipo se ganó la simpatía de muchos -con el perdón de los fanáticos cementeros, del rebaño y demás.

Viva el rey, Viva el campeón, aunque sea ese mismo equipo forrado de dinero y arrogante como él solo.