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Esto es lo que comen los condenados a muerte antes de su ejecución

Si mañana fuera a morir y le dieran a escoger lo que quisiera para comer antes del inevitable desenlace, qué sería. Así lo cuentan expertos, artistas e incluso el cocinero que preparó estas comidas finales.

La última cena de Russell Bucklew fue una pita, un sándwich de falda ahumada, dos porciones de patatas fritas y un refresco de cola con un banana split. A la mañana siguiente las autoridades lo ejecutaron, cumpliendo así con el mandato del juez de poner fin a la vida de un hombre que había asesinado al nuevo amante de su exnovia, a quien violó después.

Jay Rayner, un crítico culinario, escuchó la noticia y se intrigó por los detalles de sus alimentos que compartió la prensa, según refirió él mismo en un artículo publicado por el diario The New York Times. Algo en ese detalle banal lo acercaba al hombre detrás del monstruo que aparecía en las portadas del 1 de octubre de 2019.

Había otra cuestión también: si mañana fuera a morir –dice Rayner— y me dieran a escoger lo que quisiera para comer antes del inevitable desenlace, ¿qué sería?

Estados Unidos es uno de los países que registra con más minucia el aspecto culinario de la pena de muerte. En el artículo académico Últimas palabras, últimas comidas y última aparición: agencia e individualidad en el proceso moderno de ejecución, el académico Daniel LaChance habla de las implicaciones de permitir que un hombre o mujer escoja su último sustento.

La selección, argumenta La Chance, proporciona una apariencia de autonomía, agencia e individualidad. Pero eso los hace ver como “monstruos que escogieron ser diferentes por su propia voluntad”. Eso legitima la pena de muerte: porque se lo merecían, dice Rayner en el artículo del New York Times.

Pero hay otras aproximaciones al tema. La fotógrafa Jacquelyn C. Black recreó las bucólicas y extravagantes comidas de los condenados a muerte. Brian D. Price, un exconvicto que cocinaba las últimas cenas de sus compañeros sentenciados a muerte, escribió un libro sobre esa extraordinaria experiencia. Lo tituló Comidas para morir (Meals to die for).

A veces el drama de la ejecución autorizada por el Estado entra por la boca del estómago. Así le sucedió al fotógrafo Henry Hargreaves.

En 2011 Texas abandonó la práctica de permitir al condenado a muerte escoger su último manjar. El homicida Lawrence Russell Brewer tuvo el dudoso honor de acabar con ese cuestionable privilegio. Para su última cena pidió dos filetes de pollo frito bañado en salsa espesa, una libra de carne a la barbacoa, una hamburguesa triple con queso, tres fajitas, una pizza de carnes frías, medio litro de helado y tres cervezas de raíz, entre otras cosas.

Cuando llegó su orden, simplemente dijo que no tenía hambre. No se comió nada. Luego recibió la inyección letal por su crimen de odio: arrastrar a un hombre negro hasta su muerte amarrado desde su camioneta.

Hargreaves lo tomó como un punto de partida. Y se puso a recrear últimas cenas en su apartamento en Brooklyn (Nueva York), dice Rayner en su reportaje. Allí, entre los muebles de su casa, vio la cubeta de pollo frito del asesino serial John Wayne. El helado de chispas de chocolate de Timothy McVeigh, el bombardero de Oklahoma.

Así fue como la pena de muerte dejó de ser algo abstracto para él. La comida lo acercó al lado más humano de las personas acusadas de crímenes abyectos, cuyas acusaciones no siempre están bien fundadas. Tal fue el caso de los inmigrantes italianos Nicola Sacco and Bartolomeo Vanzetti, ejecutados en 1927. El gobernador de Massachusetts se disculpó 50 años después porque no se les brindó un juicio justo.

"Con estas imágenes, no quería predicar lo correcto o lo incorrecto", dijo Hargreaves, cuya colección No Seconds se exhibió en la Bienal de Venecia de 2013, “quería que la gente los mirara y pensara en los problemas involucrados. De eso se trata el arte".

Rayner destaca la naturaleza estadounidense de la fascinación con la pena de muerte. Prácticamente todo el material que reseña viene de allí, aunque el castigo capital existe en más de 50 países.

“La línea entre el entretenimiento y las noticias se ha borrado hasta cierto punto [en Estados Unidos]”, dijo al diario citado Ty Treadwell, autor del libro Últimas cenas: comidas finales en el corredor de la muerte, “y la gente está interesada en vidas muy distintas a las suyas, sea la de las Kardashians o reos en el pasillo de la muerte”.

También puede ser un llamado a pensar en las implicaciones éticas de esta práctica legal.

Para Kristina Roth, activista opuesta a la pena capital citada por el diario, lo “ordinario” de una última cena lleva al público a reflexionar sobre la macabra relación que hay entre el mundo del pasillo de la muerte y la vida cotidiana.

Para otros, sin embargo, el interés desmedido en la ejecución de reos sólo es un vestigio mórbido de la época cuando los linchamientos y los ahorcamientos eran eventos públicos en Estados Unidos. Es la opinión que expresa en entrevista con el New York Times Robert Dunham, director del Death Penalty Information Center, una organización sin fines de lucro que no se pronuncia a favor ni en contra de la pena capital.

“El hecho de que las ejecuciones se hagan ahora a puerta cerrada, no ha eliminado la salacidad que las acompañaba en el pasado”, dijo Dunham