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Morella fue encerrada y aislada por su novio durante más de 30 años: la violencia de género, cotidiana e invisible en Venezuela

En medio de la aguda crisis humanitaria, el largo cautiverio de una mujer abre el debate sobre los abusos y feminicidios en el país. Se estima que en 2019 se produjeron 167 asesinatos de mujeres en Venezuela y, solo hasta el 25 de enero de 2020, se había presentado un feminicidio cada día.
Mujeres protestan en Caracas, Venezuela.
Mujeres protestan en Caracas, Venezuela.AP

Por Albinson Linares

Morella es una mujer de 49 años que pide permiso todo el tiempo. Para moverse, ver la tele, comer, beber agua, ir al baño y dormir. También pide disculpas por todo, como si su propia existencia la convirtiera en alguien culpable. El temor al castigo impregna todos sus actos desde hace más de 31 años porque, el 23 de diciembre de 1988, fue aislada del mundo por Matías Salazar Moure, un hombre de 56 años que fue su novio y luego se convertiría en su captor.

Su terrible historia de soledad, torturas y vejaciones ha conmovido a los venezolanos desde que se conoció a finales de enero, cuando la periodista Yohana Marra publicó su historia en el medio digital Crónica Uno. Aún conmocionada por una brutal golpiza y los abusos sexuales que sufrió el día anterior, escapó de su encierro y deambuló a pie por más de dos horas en la ciudad de Maracay —la capital del estado Aragua ubicada en el centro de Venezuela, a unos 120 kilómetros de Caracas— buscando ayuda. Pero no fue fácil que la atendieran.

“En general, la gente no sabe que la violencia de género puede ser psicológica, física, económica y de muchos otros tipos, lo que dificulta que se entienda a las víctimas”, explica Gabriela Boada, coordinadora general de la ONG Caleidoscopio Humano. “Esta crisis ha hecho que muchas mujeres sean violentadas porque no tienen trabajo ni recursos, entonces el agresor las manipula con el tema de la comida y las humillan de muchas maneras”.

Una activista durante una manifestación por los derechos de las mujeres, en Caracas, el 6 de diciembre de 2019.
Una activista durante una manifestación por los derechos de las mujeres, en Caracas, el 6 de diciembre de 2019.AP

Las dificultades para denunciar en un contexto como el venezolano

Venezuela atraviesa una de las peores crisis humanitaria de la historia moderna con una atmósfera de profunda polarización política caracterizada por una hiperinflación galopante (calculada por el Banco Central de Venezuela en 9,585.50% para 2019), la escasez de alimentos y medicinas, además de constantes denuncias acerca de violaciones a los derechos humanos ejecutadas por los organismos de seguridad del Estado. En julio de 2019, la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, publicó un informe en el que denunciaba una estrategia “orientada a neutralizar, reprimir y criminalizar a la oposición política y a quienes critican al Gobierno”.

En ese contexto, las organizaciones no gubernamentales y los grupos defensores de los derechos de las mujeres han denunciado el aumento de los feminicidios y las dificultades que atraviesan las víctimas para poder denunciar los abusos que han sufrido. El Monitor de Femicidios, un proyecto de investigación, estima que en 2019 se produjeron 167 asesinatos de mujeres a “manos de sus esposos, parejas o por razón de un prejuicio hacia la mujer”, como denunciaba recientemente la diputada Manuela Bolívar en la Asamblea Nacional, ente que se comprometió a investigar esa problemática.

Sin embargo, hay que recordar que en enero el gobierno de Nicolás Maduro apoyó el surgimiento de una directiva del parlamento que no contaba con los votos necesarios para su juramentación y en el pasado inhabilitó e ilegalizó al ente legislativo, además de sustituirlo por la Asamblea Constituyente, por lo que su poder de acción real es bastante limitado.

Aunque las cifras del año pasado han generado gran preocupación entre las organizaciones de activistas, 2020 refleja un notable incremento porque, hasta el 25 de enero, esa organización afirmaba que se había producido un femicidio diario en el país.

El escape de Morella reveló que no era la única víctima de Salazar Moure. Los medios venezolanos reportaron que el hombre también tenía a dos mujeres más en cautiverio: su esposa Ana María, que estaba custodiada por la madre del agresor y Fanny, de 41 años, que duró 23 años encerrada en un departamento ubicado justo al frente de la torre donde estaba Morella. En la misma urbanización de Maracay, el captor tenía a dos mujeres confinadas, por lo que desde el apartamento donde estaba Fanny podía ver el de Morella y viceversa.

En ese confinamiento, Fanny concibió una hija con su captor. La joven ya es universitaria y, según los testimonios recogidos por la prensa nacional, vive con su madre y Salazar Moure se encargaba de llevarla a clases y la esperaba afuera del colegio y la universidad. Solo podía salir con él.

Las características del encierro y las agresiones físicas, psicológicas y sexuales a las que fueron sometidas las víctimas, han hecho que se compare con otros casos notorios como el de Josef Fritzl en Austria, quien mantuvo cautiva a su hija en un sótano durante 24 años, llegando a engendrar siete hijos-nietos con ella y asesinando a uno de los niños, o el de Pedro Vallejos en Argentina que fue detenido por la violación de tres de sus hijas por más de 15 años y de tres de los siete hijos producto de esos abusos.

 

¿Cómo logró escapar?

Morella consiguió unas llaves que, por casualidad o descuido, su captor dejó en el apartamento donde vivió los últimos 18 años. Ahí en ese espacio sin bombillos, siempre en la penumbra o a oscuras debido a las gruesas cortinas, con la única compañía de una tv descompuesta, una radio que escuchaba sin cesar y la planta que regaba devotamente pasó casi dos décadas enterrada viva en el sofocante calor de Maracay.

Su agresor la visitaba de vez en cuando para llevarle las magras provisiones de agua, arroz, lentejas y huevos que consumió por más de tres décadas, un régimen que la llevó a un avanzado estado de desnutrición. Ahora solo pesa 38 kilos y mide 1.50 metros. La diferencia con su atacante no podía ser mayor, Salazar Moure mide más de dos metros y rebasa el centenar de kilos que lo convierten en una mole que, durante años, ni siquiera le hablaba a Morella. Se comunicaban por gesticulaciones, en una relación caracterizada por los largos silencios y la dominación total. Ella debía permanecer sentada bajo su mirada penetrante y tenía que pedir permiso para hablar, moverse, ir al baño o hacer cualquier cosa. Las llaves son un elemento clave de esta historia. Pero no precisamente por su escape final, sino por el pasado.

“En varias ocasiones, él le dejaba llaves que no abrían las puertas o solo servían con una pero siempre que volvía a verla la golpeaba muy duro porque, obviamente, pensaba que ella había intentado usarlas”, explica a Noticias Telemundo Oscar Hernández, familiar de Morella que ha asumido la vocería del caso. “Lo que la gente tiene que entender es que ese hombre quebró su voluntad por completo, al punto de que con solo pisar la calle tenía ataques de pánico”.

Sí, Morella salió en pocas oportunidades de los sitios donde la encerraron. Los primeros meses estuvo en hoteles, luego en un anexo, después estuvo cautiva durante varios años en un apartamento de Los Samanes, una urbanización de Maracay, y pasó los últimos 18 años en el piso 4 de la torre C de Los Mangos, un conjunto residencial de la capital aragüeña. Les contó a sus familiares que, debido al largo encierro y los maltratos constantes, un pavor la recorría cada vez que la luz del sol la tocaba. El cuerpo simplemente no le respondía para salir corriendo. Debido a las lesiones y el maltrato, Salazar Moure la trasladó varias veces a los centros de atención médica donde nunca hicieron mayores averiguaciones por su estado de salud.

En los últimos dos años, las agresiones sexuales se incrementaron. “Él no la veía como un ser humano, no la determinaba. Llegaba y se acostaba hasta que la violentaba, hacía lo que quería con ella y luego se largaba. Era tanto el terror que Morella solo estaba tranquila cuando no lo veía”, dice Hernández.

Sin embargo, la radio fue su salvación. En plena era de los pódcasts y la explosión multimedia de las redes sociales, Morella estuvo alejada del mundo pero se convirtió en una avezada oyente que hablaba sola para no perder la costumbre de escucharse, siempre en voz baja. Su presencia se convirtió en un extraño rumor que llevó a los vecinos a pensar que algo paranormal sucedía en ese apartamento donde siempre se escuchaba una radio.

Pero, a veces, también se oían sus gritos por las palizas que recibía. Sin embargo, nadie la ayudó. Cuando a Salazar Moure le preguntaban por los ruidos que se escuchaban en el apartamento, solía decir que se trataba de la persona que se encargaba de la limpieza del inmueble. Luego, según los familiares de la víctima, se encargaba de golpearla con saña para dejarle claro que debía minimizar sus ruidos. Tenía que borrarse, permanecer como muerta en vida.

En todos esos años solo un vecino llamó a las autoridades para denunciar que algo raro pasaba en ese apartamento. Un policía fue y tocó a su puerta. De nuevo, Morella agarró las llaves para abrir, quizá para escapar o pedir ayuda pero, cuando vio que no funcionaban, el miedo la volvió a dominar. Según explica Hernández, ella solo atinó a decir que ahí “no estaba pasando nada malo” y el policía se marchó sin preguntarle nada más.

Manifestación de los colectivos feministas, en Caracas, el 6 de diciembre de 2019.
Manifestación de los colectivos feministas, en Caracas, el 6 de diciembre de 2019.AP

Después solo le quedó el aislamiento y la tortura sistemática. Su familia afirma que bajo el cuello tiene unas callosidades con la forma de los nudillos del agresor. Además, aseguran que presenta una lesión en la cervical porque solía levantarla del cuello mientras la golpeaba. Era común que su atacante le quitara comida, agua o luz como castigos adicionales si no le obedecía.

Lo único que llenaba sus días era escuchar música y sintonizar programas mientras limpiaba, obsesivamente, el cuchitril donde vivía. “Un día se topó con un programa en el que hablaban de la violencia de género y entrevistaron a una funcionaria del Instituto Regional de la Mujer que recomendaba denunciar los abusos. Mientras escuchaba se dio cuenta de que ella sufría todo eso que decían y apuntó el nombre del ente para acudir allá en cuanto pudiera escapar”, explica Hernández.

Y así lo hizo. El 24 de enero logró abrir todas las puertas y empezó a gritar, desesperada, por los pasillos hasta que los vecinos la escucharon pero solo se limitaron a dejarla salir del edificio. Nadie la cobijó en su casa, ni hizo una llamada o la trasladó en un vehículo. Morella, presa de pánico, con tres décadas a cuestas sin caminar más de 10 metros en línea recta, tuvo que recorrer varios kilómetros y preguntar dónde quedaba el Instituto de la Mujer. Le dieron una dirección errónea y, cuando llegó a otra institución, le dijeron que no la podían atender.

“Capaz no le creyeron, pero no hicieron nada más”, asevera Hernández con furia. Así las cosas, Morella volvió a caminar hasta que llegó al Instituto de la Mujer, el mismo que había escuchado en la radio, y pudo poner su denuncia. Al escuchar el espeluznante relato de su confinamiento, las palizas y los abusos sexuales continuados, la trasladaron, finalmente, hasta el Ministerio Público.

Sin embargo, todavía faltaba un momento de horror. El 27 de enero, Morella estaba esperando a sus familiares en la fiscalía y, de repente, vio a su fornido captor quien alcanzó a amenazarla en un pasillo. Salazar Moure, en un rapto de total impunidad, había acudido ante las autoridades para denunciar que “su esposa” se había ido de la casa.

Desesperada, la mujer irrumpió en la oficina de la fiscal que lleva su caso y empezó a gritar: “Por favor dígame, ¿mi familia viene o no? ¿Qué ha pasado? Ese tipo está ahí afuera y ahora no sé qué va a pasar conmigo”. Por unos momentos, reinó un silencio absoluto en la estancia puesto que, justo ahí, estaban sus familiares que habían ido a verla. Pronto todos estallaron en sollozos.

“La verdad es que no se parece en nada a las fotos de la familia, para empezar todos somos morenos y ella está blanquísima, muy muy delgada y envejecida, fue impresionante poderla ver de nuevo”, asevera Hernández. “No puedo explicar lo que sentimos, sobre todo al ver el miedo que ese tipo le genera”.

Fue así como, pocos días después del 23 de enero, una fecha en la que los venezolanos conmemoran el final de la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez en 1958, Morella celebraba que, por fin, ella también había recuperado su libertad.

 

El último tema en la agenda

Las autoridades imputaron a Salazar Moure por los delitos de violencia psicológica, amenaza, violencia sexual y esclavitud sexual, previstos en la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. Los expertos afirman que esos delitos estipulan la pena máxima existente en Venezuela, que es de 30 años.

“Lamentablemente el caso de Morella rápidamente ha sido desplazado de la opinión pública. Aunque ahora hay más cobertura también es cierto que la crisis humanitaria opaca todo lo demás y esto queda casi en el último lugar de la agenda mediática”, explica Luisa Kislinger, internacionalista y directora de Mujeres en línea, una organización no gubernamental. “Lo que le pasó a ella muestra cuán internalizado está ese patrón de abusos en nuestra sociedad y denota una falta de conciencia y de interés en la ciudadanía. Los vecinos sabían que algo raro estaba pasando pero nadie denuncia porque supuestamente es un tema de pareja”.

Boada, la coordinadora de Caleidoscopio Humano, afirma que desde que se divulgó el caso de Morella ha recibido cinco denuncias de casos similares. Pero resalta que la ausencia de personal capacitado para procesar esas agresiones en los entes públicos hace que las víctimas se desanimen al momento de denunciar.

“Las mujeres llegan y les dicen que si no hay sangre no pueden hacer nada, además si se atreven a denunciar no hay alguaciles para llevar la notificación entonces ellas mismas tienen que notificar a sus atacantes, imagínate eso”, asevera mientras explica que su organización solo ha registrado dos casas de resguardo para las víctimas que se encuentran en Caracas, pero no han podido constatar que funcionen las del resto del país. “Si ellas no tienen donde protegerse les toca denunciar e irse a convivir de nuevo con el agresor hasta que la fiscalía actúe. Es una pesadilla y por eso la gente no denuncia”.

Mientras continúa el proceso contra Salazar Moure, los familiares de Morella intentan que vuelva a la normalidad. Su transformación ha sido casi total para quienes la conocieron como una joven de 18 años que ansiaba ser independiente y le gustaba escuchar música y ver el mar. Irse a la playa con sus hermanas era uno de sus pasatiempos favoritos pero ahora le rehúye al espacio exterior y se ha refugiado en una sumisión casi total, como a la espera de ver si podrá continuar seguir en libertad.

Una de las primeras cosas que le pidió a su familia fue ver las grandes películas animadas de los noventa como Pocahontas y Mulan. “Era increíble cómo se concentraba cuando veía esas comiquitas que se perdió por el encierro, para nosotros fue como un viaje en el tiempo”, dice Hernández con asombro. 

En esos filmes las protagonistas se rebelan ante los designios de la sociedad y luchan por alcanzar sus sueños aunque los dioses, y los hombres, intenten impedírselo. Quizá Morella piensa que finalmente ha llegado el momento de que consiga justicia y recupere su vida en el mundo real. Pero las cifras no favorecen su caso. En su informe de 2019, el Monitor de Femicidios especifica que de los 212 femicidas registrados en sus bases de datos, solo siete habían sido condenados. 

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