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“Ver, oír, callar”. Niños ausentes y maestros asesinados por “los muchachos” por una mala nota o un comentario inadecuado

Un millón de alumnos en Honduras deberían estar y no están en clase. Sus maestros trabajan en un “territorio minado” donde hasta un comentario inoportuno sobre la larga cabellera de uno o la falda corta de otra pueden costarles la vida.
Comunidad bajo riesgo en Honduras
General views of the community of El Carrizal, ourside of Tegucigalpa city in Honduras. Wednesday, June 14, 2017. El Carrizal is one of many communities in Honduras control by gangs and under the constant treat of violence.©UNHCR/Tito Herrera / ©UNHCR/Tito Herrera

Por María Peña

TEGUCIGALPA, Honduras.– David García* respira profundo y se cubre el rostro con sus gruesas manos al describir la muerte de su amigo,  asesinado el mismo día en que iba a ser padre por primera vez. No terminó la Secundaria porque en Honduras, sin tener culpa, la lucha por sobrevivir a la violencia de las pandillas se ha vuelto materia obligatoria.

Durante un encuentro en un parque de una zona neutral, facilitado por la Agencia de Naciones Unidas para Refugiados (ACNUR) para varios medios extranjeros, docentes, activistas humanitarios y estudiantes ofrecieron testimonios sobre la violencia en el país, y la mayoría pidió el uso de pseudónimos -marcados con asteriscos- para evitar represalias.

De voz suave, casi en susurros, García afirmó que el tema de la seguridad es “complicado”, porque “la violencia está en todas partes” y no se puede confiar en nadie.

“¿Qué le puedo decir? Hace un mes pasó una tragedia con un amigo, y lo que más duele es que ese día él no pudo presenciar la llegada de su bebé… no logró conocerla”, dijo García, al explicar que el delito quedó impune porque “la policía no entra en esos lugares”.

García, un albañil de 23 años, lamenta que él tenía planes de llevar a su amigo a encuentros con organizaciones que atienden a jóvenes en alto riesgo de caer en las maras, como la MS13 y Barrio18.

Ante la galopante violencia, la prioridad de los jóvenes es “sobrevivir”, por lo que limitan sus salidas de casa y procuran regresar antes de las nueve de la noche, para no quedar atrapados en “peleas de territorio”, según testimonios de jóvenes recogidos por ACNUR en la región.

“Si me agarra la tarde, me quedó en otro sitio con un amigo, un familiar, o un conocido, hasta el día siguiente”, precisó García, padre de una niña.

Según un informe de la Secretaría de Seguridad Policía Nacional (SEPOL), el 39% de los homicidios ocurre al caer la tarde, y el 80% de los homicidios ocurre entre personas de 18 a 50 años.

El derecho a vivir en paz

Durante un recorrido por una de las colonias marginales en Tegucigalpa, también organizado ACNUR, la tensión en ocasiones era palpable: miradas de recelo salían al paso de los automóviles estacionados al pie de la colonia.

Al caminar por una polvorienta cuesta empinada para ingresar a la comunidad, un cortés saludo respondía al nuestro desde ventanas protegidas por simples herrajes, o desde puertas entreabiertas.

A pocos pasos, echados en la sombra, perros macilentos dejaban escapar un perezoso bostezo o ladrido, mientras algunos niños observaban con curiosidad desde las esquinas. A lo lejos, finos hilos de humo grisáceo se filtraban a través de oxidados techos de zinc, mientras el sonido de bachatas escapaba de tapias y servía de banda sonora a la visita.

Desde un centro comunal, padres de familia, jóvenes, y maestros elevaron ante la prensa internacional su único reclamo: el derecho a vivir en paz, y la oportunidad de una vida digna.

Mientras la Administración de Donald Trump y los gobiernos de la región lanzan campañas publicitarias y acuerdos migratorios para frenar la emigración ilegal desde el Triángulo del Norte -con tapones en las fronteras de México-, los habitantes de las comunidades viven una realidad con pocas opciones.

En este lienzo de terror cotidiano, las pandillas recurren a informantes infiltrados en reuniones y a actos de violencia y extorsión -con cartas escritas a mano en las que piden una “colaboración” monetaria-, creando un clima en el que pandilleros” se ha convertido en una palabra prohibida, y los pobladores la sustituyen por “los muchachos”. 

La desconfianza es otra forma de sobrevivir.

“Ver, oír, y callar”

Según docentes y activistas, la “normalización” de la violencia ha creado una cultura de “ver, oír y callar”, en un mundo donde pagar “renta” es rutina, y hacer denuncias a la policía garantiza mortíferas represalias de las pandillas.

“Uno de los grandes retos es mantener a los alumnos en los colegios, porque el hacinamiento, la inseguridad, la pobreza y situaciones personales, con frecuencia lo impiden. En los últimos días, hemos tenido movimientos migratorios hacia EE.UU. y se nos van nuestros alumnos”, dijo Douglas Rodríguez*, director de una primaria en una colonia marginal.

“Tenemos casi un millón de alumnos que deberían estar en la escuela y no lo están... propiciamos condiciones pedagógicas adecuadas para retenerlos, pero hay situaciones que corresponden a la infraestructura social”, explicó.

El hilo conductor es la presencia de las pandillas, que reclutan a niños de cuarto a sexto grado para que sirvan de “mulitas para traficar marihuana” o cometer extorsiones, agregó.

Pocos son los maestros que dan consejos en “territorio minado”: un comentario inoportuno sobre el ausentismo de un alumno, la larga cabellera de otro, o la falda corta de una joven, pueden costarles la vida.

El error más grave, a veces, es dar malas calificaciones o reprobar a un alumno cuyo padre pertenece a una mara. El maestro que desoye la advertencia puede ser vigilado o perseguido por pandilleros al volver a casa.

De hecho, el sector magisterial ha registrado 83 asesinatos de maestros entre 2009 y 2014, y las fuerzas de seguridad intervinieron en 52 escuelas en 2017.

Aún con obstáculos, escasez de recursos, y amenazas de muerte, los maestros siguen al frente de las aulas porque, según Rodríguez, “si los docentes tiramos la toalla, creo que se nos va de la mano todo y entra en un caos social” que no beneficia a nadie.

Así como los países controlan sus fronteras, en las colonias, las pandillas recurren a niños informantes para monitorear el vaivén de personas, negocios y demás actividades en su área de dominio y, sobre todo, frenar el ingreso de bandas rivales.

En ese sentido, las colonias tienen “fronteras invisibles” que bandas opuestas no se atreven a cruzar sin sufrir consecuencias. Las señalizaciones pueden cambiar o alternar de un día a otro, con la presencia de informantes, “moto-taxis” y vehículos controlados por las maras.

Las colonias marginales en Honduras afrontan altos niveles de violencia de las pandillas
Las colonias marginales en Honduras afrontan altos niveles de violencia de las pandillas, y Naciones Unidos apoya a grupos locales a desarrollar capacidad de respuesta. ACNUR / Noticias Telemundo

La supervivencia no está en los libros

Para miles de familias en las paupérrimas colonias de Tegus, como se le conoce popularmente a la capital, los actos de violencia y la falta de oportunidades son moneda de cambio, y la educación no es prioridad.

“En Honduras ni siquiera hay oportunidad de estudiar, porque el sistema de educación es terriblemente precario. Para las familias en Honduras su preocupación es comer,  sobrevivir, no es estudiar… lo primero que se defiende y se quiere proteger es la vida”, enfatizó Ivania López, abogada y defensora de los derechos humanos.

La situación es alarmante y “nada está garantizado”: las escuelas no tienen condiciones para el aprendizaje, los niños pasan hambre y no gozan de buena salud porque “el sistema de salud está colapsado”, precisó.

López acusó al gobierno de no preocuparse por la niñez, y afirmó que las jóvenes y mujeres, en especial en zonas rurales, se han convertido en el “rostro” de la pobreza y en víctimas de la violencia en todas sus formas. Cuando denuncian delitos sexuales, hay un alto nivel de impunidad.  

Contrario a lo que asegura el gobierno, la situación no ha mejorado porque hay tipos de violencia contra las mujeres “que no se visibilizan”, y la tasa de homicidios -de menos de 60 por cada 100.000 habitantes- excluye bajas en operativos militares u homicidios no reportados al interior del país, dijo.

Según el Instituto Nacional de Estadísticas, sólo el 30% de los jóvenes entre 15 y 17 años tiene acceso a la educación pública, y sólo hay 60,000 profesores para una población de dos millones de estudiantes.

La cantidad de jóvenes que ni estudian ni trabajan es de aproximadamente 850,000, una condición que lanza a muchos a huir del país o arriesgarse a ser reclutados por las “maras”.  En el caso de las jóvenes, los pandilleros las obligan al narcomenudeo o a convertirse en sus “jainas”, o novias por la fuerza.

El Departamento de Estado calcula que hay entre 7,000 y 10,000 pandilleros en Honduras, cuya población es de ocho millones.

En busca de alternativas 

Andrés Celis, jefe de ACNUR en Honduras, consideró que en Honduras “no hay pérdida absoluta del control” del territorio, pero el gobierno afronta el reto de desarrollar respuestas adecuadas a la magnitud del problema “sin poner en riesgo a la población”.

En el caso de los estudiantes, Celis indicó en un análisis que el sistema educativo no está capacitado para operar en “escenarios adversos” y “se queda corto” frente a la ola de violencia en los colegios.

Según estadísticas de ese informe, más de 200,000 niños dejaron de ir al colegio entre 2014 y 2017 debido a la inseguridad y crisis económica; hubo 1,522 estudiantes asesinados entre enero de 2010 y marzo de 2018; los maestros conformaron el tercer grupo más grande de desplazados entre 2016 y 2017, y 300 de ellos pidieron traslado de escuela por inseguridad en 2016.

En 2018, unos 700 colegios a nivel nacional registraron problemas de violencia e inseguridad y, según la Secretaría de Educación, el 43% de los colegios no cumplen con los parámetros aptos para atender las necesidades de los alumnos.

Para docentes como Rodríguez, el rayo de esperanza es crear opciones para los jóvenes y establecer un diálogo con los grupos delictivos, que antes respetaban las escuelas, pero ahora irrumpen con violencia en las aulas. A veces las utilizan, sin permiso de nadie, para guardar drogas y armas.

“La militarización no es la solución, porque militarizan 10 días un centro educativo y luego se van. Pero el problema sigue latente el día once y hasta empeora… la represión no lleva a la solución; pienso que hay que buscar las verdaderas causas estructurales del problema, y atacarlas”, afirmó.