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Creció en Estados Unidos y tuvo que regresar a México 20 años después. Pero fue allí donde sus sueños se hicieron realidad

Mauricio López se marchó a Carolina del Norte con 3 años de edad y regresó dos décadas después a su país natal. “Esto para mí es libertad", dice. "Poder pasear sin miedo a que nadie me pare y me pida los papeles”.

Hace más de un año que Mauricio López dejó de escuchar música. Los viajes en transporte público desde la colonia de Iztapalapa, donde vive, o las horas de entreno las llena ahora con conferencias tituladas How to get rich o Best advice for a 25 years old. “Yo no tengo amigos, tengo mentores”, afirma este dreamer de 25 años, mientras muestra en su computadora una larga lista de videos del estilo Ted Talk.

Está sentado en su oficina, relajado porque esa tarde ya no tiene más clases, aunque no deja de checar la pantalla del celular por si algún alumno le escribe. En el espacio de coworking desde donde trabaja, apenas se oye alguna voz por encima del motor del ventilador que hay en la sala, girando de izquierda a derecha. Aquí está seis días a la semana desde que en febrero de 2019 puso en marcha una escuela de inglés dentro de la organización New Comienzos, que asiste a la comunidad de deportados/retornados en la Ciudad de México.

Ser emprendedor se ha convertido en su estilo de vida en este país. Empresarios que pasaron de no tener nada a tenerlo todo, como el fundador de Alibaba, Jack Ma, le hacen soñar. A veces, se imagina ante un auditorio lleno, con un micrófono colgando de la oreja, explicando que su lucha para mejorar México le ayudó a salir de la depresión en la que cayó cuando regresó de Estados Unidos.

Fue en 2017, después de vivir 20 años en Durham (Carolina del Norte), donde su madre, dos hermanos mayores y el pequeño Mauricio de 3 años de edad emigraron para reunirse con su padrastro en busca de una vida mejor. Ser indocumentado le hizo entender de bien joven que la única forma de sobrevivir en ese país sería montando su propia empresa. Pero cuando vio las calles de México por primera vez, poco se imaginaba que esa idea se convertiría en una misión de vida en ese país.

Mauricio López. Foto: Anna Portella. 

“Cuando vi Iztapalapa pensé que estaba muy feo; lo veía muy desorganizado: las calles no estaban pintadas, no había señales ni luces ni nada”, explica arrugando la nariz, sin poder disimular una sonrisa tímida pese a que intenta ser lo más correcto posible. “Me gusta más Polanco, ahí es donde me quiero mover”, dice, en relación con una de las colonias más exclusivas de la Ciudad de México, estallando entonces sí en una carcajada.

Con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2016, López tuvo miedo de no poder renovar su permiso DACA, que permitía residir y trabajar en Estados Unidos a los inmigrantes llegado de la mano de sus padres cuando aún eran niños. Meses después, el presidente dijo que el programa era ilegal y anunció su desmantelamiento.

La decisión de volver le agradaba porque creía que en México encontraría lo que siempre extrañó en Estados Unidos. “Nunca tuve una familia, nada más mi mamá y mi hermana mayor. Allá, veía cómo las familias se ayudaban entre todos”, explica, sin más expresión facial que unos pestañeos.

“Las navidades eran muy tristes: mi mamá siempre trabajó, mi hermana se casó a los 18 años y nunca teníamos dinero”, añade. Se expresa en un español entrecortado por silencios que le ayudan a traducir del inglés lo que quiere decir, un rasgo que lo hace parecer inmune a las historias que cuenta. “Pensé que llegando a México iba a tener eso, pero estas dos últimas navidades no han sido buenas, ni cumpleaños, ni nada”, añade.

Al regresar al país, se reencontró con su hermanó mayor, al que habían deportado años antes, y con su tío. Los recibieron en la casa del abuelo, que falleció cuando aún vivían en Durham. Durante los primeros meses, la relación fue cordial pero luego, empezaron las disputas.

"Mucho trauma, mucho trauma"

La hostilidad entre su mamá y su tío llegó al extremo de que éste les corto el agua, la luz, el gas y arrancó las puertas de la casa para forzarles la salida. Aquel día, cuando Mauricio llegó por la noche y vio cómo quedó su supuesto hogar, se dirigió a su cuarto, sacó la maleta del clóset y le dijo a su mamá que se regresaba a Estados Unidos.

Eran las 10 de la noche. Doña Carmen, su madre, le pidió paciencia. “Mucho trauma, mucho trauma”, dice, mientras se pasa los dedos por los ojos para que no le derramen las lágrimas mejilla abajo. Está sentada en un sofá, en la recepción del coworking donde trabaja Mauricio, esperando a que su hijo termine las clases para ir a comer juntos.

Organizaciones de la sociedad civil que asisten a la comunidad de repatriados, como Otros Dreamers en Acción (ODA), explican que lo más duro de regresar a México es la separación familiar y la marca emocional que deja una deportación. Hasta noviembre de 2019, ya son 193,974 los mexicanos repatriados, según datos del Gobierno de México, un 2% más respecto del mismo período del año anterior.

Algunos sufren el síndrome de estrés postraumático durante sus primeros años en el país, que se manifiesta, por ejemplo, cuando van por la calle con la angustia de que los paren las autoridades de migración y los detengan. La mamá de Mauricio López, por ejemplo, explica que emigró buscando bienestar para su familia y regresó sin nada. Al principio, le incomodaba explicar que no se trajo ahorros en dólares porque siendo madre soltera y teniendo un hijo deportado en México no le daba para guardar ni un centavo a final de mes. Para ella, su vida americana se resume en dos décadas de “trabajo de negro y vida de pobre”.

“¿Ves? Esto es para mí libertad”, comenta a la que escribe, mientras pasea de la mano con Mauricio buscando un puesto para comer, “poder pasear sin miedo a que nadie me pare y me pida los papeles”, añade. Mauricio levanta los ojos del suelo, la mira y sonríe sin mostrar los dientes. No está de acuerdo. “Para mí, ser libre es que el dinero no me limite”, dice, esta vez sin traducir nada del inglés. “Toda mi vida el problema de la familia fue el dinero. Mi objetivo más grande es cambiar esto”, añade, el joven, de piel morena, espalda ancha, barba aseada y poco más de cinco pies y dos pulgadas de altura.

A la violencia familiar, se sumaron los problemas que Mauricio y Carmen tuvieron para recuperar los documentos de identidad. Expertos han señalado varias veces que la burocracia mexicana es el primer obstáculo que impide comenzar una nueva vida en México. “El año pasado [2018], de enero a junio teníamos gente aquí parada por seis meses porque en período electoral no expedían INE's (documento para votar)”, explica Jill Anderson, la fundadora de ODA.

“Lo que hicimos fue enviar gente a por una credencial de la biblioteca”, añade, que por su experiencia, lo mínimo que tardan los “nuevos” mexicanos en recuperar el acta de nacimiento son unas tres semanas; en el caso de Mauricio y su mamá, fueron tres meses. Durante ese tiempo, su vida queda atorada: no pueden hacer gestiones básicas, como sacar el dinero que les manda su familia que sigue en Estados Unidos vía Western Union, o conseguir un empleo.

Mauricio López en las clases de inglés que imparte a retornados y deportados. 

Pero es precisamente cuando recuperan lo que tanto anhelaron en Estados Unidos, los papeles, que los repatriados se dan cuenta de que tener documentos no es suficiente para quitarse el sello de “migrante”.

El detonante de las discriminaciones en México suelen ser o los tatuajes, que aquí se asocian a bandas criminales, o su hablar medio inglés-medio español que los hace parecer poco mexicanos a los ojos de los que nunca salieron del país. A todo esto, se une el “resentimiento de la población general hacia los migrantes”, según un informe del Migration Policy Institute (MPI).

“Los familiares creen que los migrantes de retorno se creen mucho porque vivieron en Estados Unidos; sólo porque hablan inglés, ya los ven de una clase social con más educación”, explica un investigador del MPI, Rodrigo Domínguez.

El resultado es una comunidad de retornados/deportados que siente que no pertenece a ningún lugar: ni a Estados Unidos, por no tener la ciudadanía, ni a México, por no tener la misma cultura. “Me siento como una inmigrante en mi propio país”, afirma Doña Carmen, a quien en su trabajo ya la apodan “la gringa”.

Los puestos de trabajo de más fácil acceso para ellos suelen ser en el sector turístico, en enseñanza de idiomas o en los call centers. La mayoría de estos centros de atención telefónica se concentran en el Monumento a la Revolución, una zona de la Ciudad de México que se conoce como “Little LA” porque ahí se reúnen quienes trabajan atendiendo quejas de clientes estadounidenses. Para Mauricio, el call center fue como un salvavidas en medio del mar: lo mantuvo a flote pero no le ayudó a avanzar hacia tierra firme.

“Fue un escape, porque lo que me desniveló cuando llegué fue lo que pasó con mi familia”, afirma, reclinado en el respaldo de su asiento. “La mentalidad que tengo ahora no conecta con los amigos que hice ahí. Para mí, tomar o la fiesta ya no es atractivo”, añade, aún con la corbata anudada hasta el cuello a pesar de que sus días comienzan a las siete de la mañana.

López explica que nunca sintió que lo discriminaran, pero sí vio colegas retornados que no quedaban seleccionados en puestos de trabajo, como escuelas de inglés, sin motivo aparente. “Creo que buscaban más un perfil de británico, güero y con ojos azules”, dice, intentando dibujar de forma muy simple qué falla en la conexión entre los mexicanos de cultura –los que nunca salieron del país– y los de pasaporte, que se consideran binacionales mexicoamericanos.

New Comienzos fue inicio de la solución a sus problemas. Ahí no solo encontró una comunidad con la que se identificaba, sino que con la ayuda de Israel Concha, el fundador de la organización, fundó Dream Teach. Hoy ingresa hasta 1,500 dólares cada mes dando clases, que comparte a partes iguales con la organización. Pero para él, el negocio es algo más que una fuente de ingresos. “Antes me imaginaba teniendo lujos; ahora también, pero tras esos lujos hay una causa”, afirma.

Este cambio de prioridades vino de la mano de sus “mentores”, como el los llama. “Como dice Jack Ma (el fundador de Alibaba), cuando ganas un billón de dólares, este dinero no es tuyo, sino de la confianza que te dio la gente”, afirma.

Con su escuela quiere dar oportunidades a los que, como él, se regresan de Estados Unidos y viven discriminados en México, pero también a los que nunca han salido del país. “Quiero enseñarles que llegué sin nada, con una mochila, un iPhone y 200 dólares en el bolsillo, y que desde aquí se puede alcanzar el éxito, porque no hay ningún documento que te limite”, afirma, soñando despierto que algún día su escuela dará educación gratuita a todos los mexicanos.

Mauricio es consciente de que ha optado por un camino lento y solitario. Hoy vive en un cuarto sin regadera en una de las colonias más violentas de la Ciudad de México, pero donde los 1,000 pesos de renta son más asequibles que los que pagaría en Polanco; dedica cada minuto de su día a capacitarse; ha cambiado de amistades; cortó la relación con su hermano mayor e intenta no hacer mucho caso de su mamá, que al principio de su andadura como emprendedor le decía que mejor se buscara un empleo estable.

“Ella es muy negativa, no me gusta la gente que se queja y no hace nada”, dice. Lo que empezó como una forma de sobrevivir en su “nuevo” país se convirtió en un cambio de valores. Ahora ya no tiene prisa por celebrar su primera Navidad con un árbol rodeado de regalitos y de personas de su misma sangre: su familia está en New Comienzos y su energía, en transformar México.

“Como dicen ellos (los gurús que sigue por Internet), a veces te tienes que alejar de los que están a tu lado si no te aportan, aunque sea tu mamá o tu esposa. Esta es hoy mi mentalidad”, concluye.