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Su hijo migró y desapareció. Tras ocho años de silencio y misterio, al fin regresó a casa

“No me dijo nada, un día simplemente se fue”, recuerda esta madre. Su hijo dijo que le llamaría tras cruzar la frontera. Nunca lo hizo. El camión de su coyote se cruzó con vehículo marcado con una Zeta. Ahí empezó la pesadilla.
En esta imagen, tomada el 31 de octubre de 2018, foto familiar sin fecha de Wilmer Gerardo Núñez en la casa de su madre en el vecindario de Ciudad Planeta, en San Pedro Sula, Honduras
En esta imagen, tomada el 31 de octubre de 2018, foto familiar sin fecha de Wilmer Gerardo Núñez en la casa de su madre en el vecindario de Ciudad Planeta, en San Pedro Sula, HondurasAP / AP

Haydee Posadas tuvo que esperar ocho años para reencontrarse con su hijo. Eran tantos los nervios que la noche anterior no pudo dormir.

Su hijo salió de Honduras rumbo a Estados Unidos en 2010, en parte por las amenazas de las pandillas, tal y como hace unas semanas hicieron miles de migrantes que se fueron en caravana, algunos de ellos de su mismo barrio. Pero al cruzar México, también como muchos otros, Wilmer Gerardo Núñez, de 35 años, desapareció en medio de la violencia desbocada del crimen organizado, no tan distinta de aquella que buscaba dejar atrás.

Su madre, desesperada, no dejaba de rezar en busca de una respuesta: “Estoy entre la espada y la pared”, se repetía la mujer año tras año, “no sé nada de mi hijo, si está muerto, si está vivo”.

Sólo en los últimos cuatro años, casi 4.000 migrantes han desaparecido o muerto en su ruta hacia Estados Unidos, según una investigación de la agencia de noticias The Associated Press. Esta cifra es muy superior a la estimación de Naciones Unidas, pero sigue siendo un recuento conservador porque puede haber cuerpos perdidos en el desierto, enterrados en fosas clandestinas a lo largo de la ruta, o familias que ni siquiera se han atrevido a denunciar que les falta alguien.

Ciudad Planeta, en las afueras de San Pedro Sula, podría parecer un barrio humilde como cualquier otro, con casas de una planta y techo de lámina. Sólo las rejas que protegen la mayoría de viviendas hacen intuir la realidad: que es una de las colonias más peligrosas de uno de los países más violentos del mundo.

De ahí salió Núñez por primera vez en los años 90, con 16 años, cuando su madre perdió el trabajo en una maquila.

“No me dijo nada, un día simplemente se fue”, recuerda Posadas, una mujer bajita de 73 años y ojos chispeantes sentada en el porche enrejado que construyeron con el primer dinero que les envió desde Estados Unidos “para que no se colaran los ladrones”.

Núñez no era el mayor de sus 10 hijos, pero sí el que velaba por todos. “Estaba lejos pero me acostumbre a tenerlo cerca, casi todos los días me llamaba”.

Hombre atlético que siempre lucía un cuidado bigote y barba de perilla, Wilmer había sido deportado dos veces, pero siempre regresaba a Estados Unidos porque allí había hecho su vida. En 2007 se enamoró de una mexicana, María Esther Lozano, que ahora tiene 38 años, y tuvieron una niña, Dachell. Cuando Lozano estaba a punto de dar a luz de nuevo, en julio de 2010, Núñez fue deportado por tercera vez.

Para su madre, las deportaciones eran sinónimo de felicidad porque podía disfrutar de su hijo en casa.

“’Viejita ¿qué hacemos de almuerzo?’, me decía, porque cocinaba mejor que una mujer”. A Posadas se le ilumina la cara con el recuerdo: “Hacía carne guisada, amasaba harina de tortillas, cocinaba plátano maduro o tajadas…”

En aquellos años, Ciudad Planeta ya se había convertido en centro de operaciones de las pandillas y en escenario de sanguinarias redadas. Ocho de los hijos de Posada se fueron del país.

La anciana sabía lo peligroso de la situación. Unas noches se despertaba por el estruendo de las pisadas de alguien huyendo sobre los techos de las casas. Otras por una balacera. O esa vez que su hija, la única que queda en Honduras, quedó esposada a las rejas de su vivienda mientras supuestos policías entraban y le pegaban un tiro a su nieto a quien acusaban de estar involucrado con las maras.

Pero la anciana, conocida por todos como “mamá Haydee”, tiene un lema de supervivencia básico en la Planeta, como coloquialmente se llama al barrio: “Si vio, no vio; si oyó, no oyó; y todos callados”.

La última vez que Núñez fue deportado, la situación era tan crítica que apenas salió de la casa. “Lo veía muy pensativo”, rememora Posadas, “siento temor, me decía”.

Quería regresar cuanto antes para conocer a su niña recién nacida, y después de unos días en San Pedro Sula su salida se precipitó aparentemente por una amenaza. “Me tengo que ir de aquí ya”, le dijo a Lozano, su mujer, por teléfono.

Junto con su sobrino y dos vecinos, Núñez tomó el autobús de medianoche que cada día lleva a decenas de migrantes hasta la frontera de Guatemala. Entre lo poco que tenía en su bolsa estaban unas “baleadas” preparadas por su tía: tortillas con frijoles y huevo, uno de los platos más populares de Ciudad Planeta.

Núñez siempre cruzaba por Mexicali (en la frontera con California) con un coyote de su confianza. En esa ocasión, sin embargo, al llegar a Veracruz “le corretearon los Zetas y se lastimó un tobillo”, cuenta su esposa. Eso lo obligó a cambiar de ruta y seguir rumbo a Texas, un camino más corto, pero también más peligroso.

“Me llamaba todos los días, incluso desde el teléfono del coyote”, dice Lozano. Al guía lo acababa de conocer. Le parecía buena persona, aunque él estaba preocupado porque el grupo era muy grande. Viajaban en dos camiones.

Una semana después de salir de Honduras habló con su madre por última vez y le pidió que rezara por él. Un día más tarde, llamó a Lozano y estuvieron de plática una hora. Estaba de buen humor y estuvieron bromeando sobre lo mucho que se echaban de menos, cuenta la mujer.

Le dijo que estaban en Piedras Negras (Coahuila), al otro lado de Eagle Pass (Texas). “Me advirtió, ‘ya vamos a cruzar, no te vayas a dormir’, porque yo tenía que depositar la mitad de dinero [3.000 dólares] y esperar a que su hermana me avisara que había llegado bien para pagar el resto”.

Esa llamada nunca llegó. María Esther Lozano no volvió a contactar con Núñez. Habló al coyote un par de veces, él le dijo que estaban todavía esperando para cruzar.

Luego nadie volvió a contestar el teléfono.

Al principio, Posadas y Lozano no estaban muy preocupadas porque era normal que durante el cruce perdieran el contacto unos días. Pero poco después, el 24 de agosto, una noticia en la televisión le encogió el alma a la anciana: el hallazgo de 72 cadáveres en un rancho de San Fernando, en Tamaulipas. Todos migrantes.

La mexicana lo tomó con más calma, porque sabía que San Fernando está a casi 600 kilómetros de Piedras Negras, donde Núñez le dijo que estaba la última vez que hablaron.

Al paso de los días se supo que una decena de personas en vehículos marcados con una “Z” habían cortado el paso a dos camiones. Se llevaron a los migrantes y les preguntaron si querían “trabajar para la guerra”, la de los cárteles de la droga. Solo uno aceptó. A todos los demás les vendaron los ojos, les ataron las manos y tumbados en el suelo los ejecutaron. Un ecuatoriano que sobrevivió logró huir del lugar y alertó a la Marina mexicana.

“Me puse a llorar como loca. No salían nombres pero yo me revolvía”, recuerda Posadas.

Una lista de víctimas apareció poco después. Los nombres de su nieto y los dos vecinos que viajaban con ellos estaban ahí, pero de Núñez, ni rastro. Las autoridades le dijeron que, si no estaba entre los muertos, estaría vivo.

La vida de Haydee Posadas comenzó a cambiar ese día. Preguntó por su hijo en la Fiscalía, en la Cancillería, ante las autoridades mexicanas para que rastrearan por todas partes. Su anterior pareja, el padre biológico de Núñez, se ofreció a ir a dejar una muestra de ADN para que lo compararan con el de los cuerpos todavía no identificados. Nada. Tampoco le reconocieron en las fotos de los cadáveres.

Posadas y Lozano, madre y esposa, quedaron unidas por un solo objetivo: buscar a Núñez. Lozano iba todos los días al consulado de Honduras: dio nombres, fotos, describió sus tatuajes (entre ellos, uno con la leyenda “Dachell” y otro con el número “8”). Y todavía nada.

Poco después se supo que el ecuatoriano que sobrevivió a la matanza dijo que había otro sobreviviente que le desató y le ayudó a salir del rancho. Era un hondureño. Lozano preguntó a autoridades de Honduras y México si podía ser su marido. Pero le negaron toda información porque era un testigo protegido.

En la embajada de Ecuador no tuvo más suerte. Pidió que le hicieran llegar al ecuatoriano una foto de Núñez. “No quería verlo, ni hablar con él, solo que viera la foto y me dijera si era la misma persona que le ayudó”, solloza recordando la desesperación del momento.

Desde Honduras, Posadas no avanzaba más. Marchó a Tegucigalpa a insistir en todas las instituciones, pero ni siquiera encontró quien le dijera qué había pasado con la prueba de ADN que supuestamente se había realizado su ex marido.

“Yo llamando y llamando siempre, hasta que se cumplió un año”, explica, “luego ya no me contestaron y dije, ¿para qué seguir?”.

Solo quedaba ir a buscarlo a México pero… ¿a dónde podía ir una anciana enferma? Lozano no estaba en mejor situación, con cinco hijos dependiendo de ella, la más pequeña de meses y sin documentos legales en Estados Unidos.

Hermanos de la mexicana fueron a Tamaulipas. Allí contrataron a un abogado que pudiera entrar a las cárceles y entonces apareció otra luz: les dijo que había visto a una persona de las características de Núñez en una de las prisiones.

En la casa de la Planeta, en San Pedro Sula, Posadas se preguntaba: “¿Será que Dios ha escuchado mis plegarias?”. Pero esa pista también se esfumó. Nunca supieron nada más del abogado y los hermanos de Lozano tuvieron que dejar la búsqueda por las amenazas de los Zetas.

Posadas pensaba que si estuviera vivo habría llamado. También se repetía que como no había ni rastro de su cuerpo, quizás había esperanza. A los tres años, el pesimismo comenzaba a imponerse.

“Sentía que estaba cayendo en una depresión tremenda”, reconoce. No dormía, se levantaba y pasaba las horas sentada en su pequeña sala llena de adornos, fotografías (entre ellas una de Núñez de adolescente), un televisor y telas con versículos de la biblia.

Los días eran igual de desesperantes. “Andaba por la calle y me miraban que sonreía pero era por fuera, nadie sabía cómo estaba yo por dentro”.

Entre tanto, los cadáveres de la masacre de San Fernando, debidamente numerados, fueron llevados del rancho donde los mataron a una base naval, donde permanecieron dos días expuestos a la intemperie, luego a una funeraria local y más tarde a la ciudad de Reynosa (Tamaulipas), en la frontera con McAllen (Texas).

Algunos cuerpos fueron repatriados, aunque las identificaciones fueron cuestionadas en varios casos porque hubo entrega de restos equivocados a alguna familia.

La mayoría de los cuerpos, ya en descomposición, se trasladaron a la Ciudad de México. Llegaron en un camión no refrigerado que apestaba a varias cuadras de distancia, y que por esquivar a la prensa chocó con unos coches, atropelló a una persona y quedó varado en medio de la calle.

Un día después de conocerse la matanza, el 25 de agosto de 2010, quedó registrado en el expediente oficial que el cadáver número 63 era un varón con tatuajes, entre otros, uno con la leyenda “Dachell” y otro con el número “8”. En documentos fechados un día después, se constata el hallazgo de una licencia hondureña a nombre de Wilmer Gerardo Núñez Posadas, con la foto de un hombre con bigote bien cuidado y barba de perilla.

Nadie hizo pública esta información.

Diez meses después de llegar a la capital mexicana, los cuerpos que todavía estaban sin identificar, incluido el número 63, fueron enterraron en una fosa común.

En septiembre de 2013, el Equipo Argentino de Antropología Forense y otras ONG que participan en una iniciativa regional de búsqueda de migrantes desaparecidos denominada Proyecto Frontera firmaron un acuerdo con la Fiscalía mexicana para identificar más de 200 cuerpos de un total de 314 víctimas de tres masacres de migrantes, entre ellas, la de San Fernando. Los cuerpos que estaban en la fosa común se exhumaron para nuevas autopsias.

En marzo de 2015, la Procuradoría General mandó un escrito a la Corte Suprema de Honduras. Pedía ayuda para localizar a los familiares de dos hombres, uno de ellos era Núñez. Pero nadie fue a preguntar a Ciudad Planeta.

Cuando los peritos argentinos se enteraron de la existencia de la licencia de Núñez, intentaron buscar a su familia y averiguaron dónde vivía.

“Yo dejé claro que a ese sector yo no podía entrar”, recuerda Allang Rodríguez, un psicólogo del Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos de El Progreso, uno de los muchos grupos que trabaja con el Equipo Argentino.

Las organizaciones empezaron a remover cielo y tierra, acudieron a la Iglesia Católica y preguntaron a las Scalabrinianas, unas monjas que trabajan con migrantes y deportados. Una de sus colaboradoras, Geraldina Garay, conocía a un taxista que vivía en la Planeta y el hombre se ofreció a dejar un papel con un teléfono para Posadas en una de las pulperías del barrio situada en un callejón detrás de la casa de Posadas. Era finales de 2017.

La anciana miró con extrañeza el trozo de papel con un número de teléfono que le había llevado su vecina. Marcó y la voz al otro lado le dijo que quería verla para hablar con ella de su hijo desaparecido.

“Hoy sí tengo esperanza”, pensó en ese momento.

Cuando se reunió con los peritos que viajaron hasta San Pedro Sula para hablar con ella, le contaron lo de la credencial y los tatuajes del cuerpo número 63. Antes de acabar 2017, le tomaron muestras de sangre tanto a ella como a Wilmer Turcios Sarmiento, un joven de 18 años que todos creían hijo de Núñez fruto de una relación de adolescencia.

En mayo de 2018 les dieron los resultados. Fue una más de las 183 identificaciones de migrantes logradas gracias al Proyecto Frontera.

“Me dolió mi corazón tanto… sobre todo por la muerte que él sufrió, que ni supo quién lo asesinó, con los ojos vendados, las manos amarradas… ahí sí sentí que…” No acaba la frase. Por primera vez los ojos se le llenan de lágrimas.

La prueba de ADN demostró también que Turcios era hijo de Núñez. Fue como encontrar y perder a un padre al mismo tiempo, recuerda Posadas que le comentó su nieto.

Esa noche, Posadas volvió a dormir. “La verdad, aunque duela, siempre trae tranquilidad”, dice.

Pero en su cabeza retumbaba sin respuesta una sola pregunta, la que más le dolió. “¿Por qué? ¿Por qué tendiendo las pruebas las ocultaron tanto tiempo? ¿Por qué?”

El informe que le entregaron a Posadas habla de errores en las autopsias, de irregularidades en el manejo de los cuerpos, de contradicciones y pide que se investigue con las autoridades correspondientes de ambos países, Honduras y México, el motivo de la demora en la respuesta a la familia.

Ocho años y tres meses después de la masacre, no hay ningún condenado por los 72 asesinatos y nueve personas siguen sin identificar. Las autoridades mexicanas no quisieron hacer ningún comentario.

El 31 de octubre, Wilmer Gerardo Núñez regresó a Honduras.

El cuerpo llegó al aeropuerto de San Pedro Sula en un embalaje de cartón con una estrecha cinta negra y su nombre escrito a mano. De ahí fue trasladado a la morgue local.

Al abrir el ataúd, un olor a muerte suavizado con productos químicos se apoderó del salón.

Posadas, con una pequeña toalla roja en la mano con la que se secaba las lágrimas y el sudor, se acercó a la caja acompañada de su marido, su hermana y el psicólogo. Una forense del Equipo Argentino abrió la envoltura que cubría el cadáver. El rostro era ya una calavera, pero los brazos conservaban parte de su antigua fortaleza y la piel. Le mostró los primeros tatuajes. Posadas no quiso ver más. Era él.

Una veintena de personas acompañó a la familia durante el breve velorio organizado en la Planeta. El ataúd ocupaba toda la sala de la casa, que bajo un sol implacable se había convertido en un horno.

Después de ocho años de espera, el último adiós a Núñez no podía prolongarse más de dos horas porque si no, los pandilleros llegarían y eso era lo último que Posadas quería.

La víspera se escucharon disparos a pocas cuadras de su casa.

Un autobús amarillo de la Iglesia Bautista Planeta llevó a la familia hasta un diminuto cementerio a pie de carretera, al que se entra por una caseta de cemento con una desvencijada puerta de hierro, la cual da paso a un cúmulo de abigarradas tumbas descuidadas y puestas sin orden.

“Ya estoy segura: es él, es él, doy gracias a Dios”, solloza Posadas antes de derrumbarse junto al ataúd.

El último viaje de los restos de Wilmer Gerardo Núñez fue a hombros de familiares y amigos que debieron trepar, bajar y esquivar tumbas hasta llegar a la señalada. Quedó sepultado sobre su primo, mientras media docena de celulares grababan o retransmitían el momento a través de Facebook para los familiares que emigraron y ahora viven en Estados Unidos.

Hoy, las únicas que aún no saben que Núñez murió son sus hijas.

La pequeña, Sulek Haydee, ahora de ocho años, cada vez que habla con su abuelita por internet desde Los Ángeles, no deja de preguntarle: “¿Dónde está mi daddy?, ¿por qué no viene a vernos?”. “No puede, mamita, está trabajando”, contesta la anciana con un nudo en la garganta.

El hijo mayor de Núñez, Turcios, sueña con dejar atrás Ciudad Planeta para ir a Estados Unidos... o a donde sea. “Cualquier cosa mejor que esto”, dice.

Ocho años y tres meses después del último abrazo, Posadas dice sentir paz por primera vez.

Sabe que queda pendiente que se haga justicia, pero ahora reza para que a su nieto se le quiten las ganas de emigrar.