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“Tu primera muerte será difícil”. Este latino traicionó a la MS-13. Ayudó al FBI a salvar vidas. ICE le ha deportado

El Triste cogió el machete. O mataba o le mataban. Pero cuando empezaron a aparecer cuerpos desmembrados de adolescentes en un bosque, decidió hablar. Lo ha pagado muy caro.
Presuntos miembros de la MS-13 detenidos en Nueva York en enero.
Presuntos miembros de la MS-13 detenidos en Nueva York en enero.AP / AP

Henry tuvo que escapar dos veces de la MS-13. Creyó que contándole sus secreto al FBI lo conseguiría. Pero los agentes le traicionaron: cayó en manos del Servicio de Inmigración y Control de Adunas (ICE), y este mes fue deportado a El Salvador pese a las amenazas de muerte de la pandilla. Ahora sobrevive escondido. Ésta es su historia, tal y como la relató la revista The New York Magazine

En octubre de 2016, un adolescente delgadito de Long Island (Nueva York) de 17 años, abrió su cuaderno de notas, se puso una canción de amor en sus auriculares, y empezó a escribir. Necesitaba desahogarse.

Dejó escrita su historia, pero también la de sus amigos, miembros de la MS-13, de cómo mataron a cinco estudiantes de la escuela secundaria de Brentwood, de cómo le exigieron que se uniera a ellos.

Como en El Salvador, su país de origen, donde El Destroyer, líder de la pandilla de unos 60 años, cubierto de tatuajes y con un machete de doble filo, le instó a matar a un hombre con los ojos vendados, atado con brazos y piernas en cruz entre dos árboles.

Allí Henry era su mensajero y vigilante durante sus andanzas criminales. A cambio, la pandilla le pagaba el uniforme escolar y ponía carne en la mesa. Luego llegó el ritual de iniciación, una paliza de 13 segundos que le dio derecho a elegir su nombre de guerra. Eligió Triste. “Tu primera muerte será difícil”, le advirtió El Destroyer. “Dolerá. Pero yo he matado a 34 personas. Pero [ahora] estoy cansado para matar a éste”, añadió. Le dio el machete. O le mataba, o le mataban.

Una vez escrito su diario, su confesión, su desahogo, mezcló esas hojas con una tarea escolar y se la entregó al profesor. Una semana después, estaba en el despacho del director de la escuela con la policía del condado de Suffolk (Nueva York).

Y aceptó su oferta: contárselo al FBI a cambio de protección. Los agentes federales estaban desesperados por encontrar a informantes que les permitieran detener a los pandilleros que habían matado a 25 personas en Long Island en los últimos dos años. Y Henry estaba desesperado por escapar de la MS-13.

Ya lo había intentado antes. En El Salvador había presenciado una docena de asesinatos. Cuando tenía 15 años, le llegó el turno: una llamada de teléfono mientras jugaba a las cartas en un solar abandonado le avisó de que tenía 24 horas para salir del país o desaparecería, él y sus abuelos.

Sus padres hacía tiempo que habían emigrado a Estados Unidos, dejándolo atrás. Así que emprendió el viaje para reunirse con ellos en Long Island: llegó hasta la frontera en la trasera de un camión  de ganado, y se entregó allí, solicitando asilo.

Le aceptaron, lo que supone sólo que pasarían años antes de poder comparecer ante una corte de inmigración y comprobar si realmente le aceptaban. Voló a Nueva York para reunirse con su madre: cuando la vio, en el aeropuerto, no la reconoció.

Encontró un trabajo, falseando sus papeles, a nueve dólares la hora, 12 horas al día, perforando papel higiénico. Con su padre: a veces se sentaban juntos a comer, pero no tenían nada que decirse, y si lo tenían, no se lo decían. El sueldo se lo daba casi todo a su madre.

No sabía inglés. Se sentía sólo. Iba de casa al trabajo y del trabajo a casa. Hasta que, acabado el verano de 2014, empezó las clases en la escuela de Brentwood High, una de las más grandes del país, con 4.000 estudiantes. Hizo amigos. Jugó al fútbol.

Fue feliz. Había pandilleros, pero él sabía cómo reconocerlos por su ropa. Y ellos no le reconocieron a él. El Destroyer quedaba lejos. Podía volver a empezar. Hasta que se topó con El Fantasma.

En su segundo año de escuela, este líder pandillero le citó en un bosque para castigarle por no haber informado de su llegada a Estados Unidos. Eso en El Salvador hubiera significado la muerte. Aquí significó una brutal paliza. Luego se unió de nuevo a la pandilla. Rompió la promesa que le hizo a su abuelo. Pero a cambio sintió que las cosas volvían a la normalidad.

Ya no estaba solo. Cuando su madre se marchó sin previo aviso, para refugiase de los golpazos que le daba su nuevo novio, les dijo a sus compañeros que se sentía abandonado: “Nosotros somos tu familia”, le respondieron, “nunca te abandonaremos”.

Él quiso mantenerse al margen de la violencia más brutal. Según pudo comprobar el FBI, lo hizo. Pero sus amigos mataron a una estudiante de apenas 15 años con bates y machetes. Y a una amiga que la acompañaba, para no dejar testigos. Luego aparecieron otros tres cuerpos de adolescentes enterrados en una bosque.

Henry no lo pudo soportar. Y escribió su historia en la escuela. Tras entregarla, tardó una semana en volver. Cuando lo hizo, le llevaron ante la policía. Y de ahí, al FBI. A Ángel Rivera.

Henry creyó que entraría en un programa de protección de testigos como los que salen en televisión. Pero Rivera nunca le hizo una promesa formal. Henry empezó a dar nombres. Y otros pandilleros empezaron a desaparecer de las calles, detenidos por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, en inglés).

Henry dio nombres de pandilleros, pero también de 11 muchachos que estaban en la lista de objetivos de la banda: que iban a ser asesinados.

Creyó que el FBI le ayudaría. Y cuando cumplió 18 años, vinieron a buscarle, efectivamente. Él creía que le llevarían a California, para iniciar una nueva vida. Pero no era el FBI quién venía a por él. Era ICE.

Le llevaron a un centro de detención. Le encerraron con otros pandilleros, con aquellos a los que había delatado. Ellos sospecharon lo que era: un soplón. Él empezó a esperar a la muerte en cualquier momento. De nuevo.

Pidió ayuda, desesperado, a su abogado. Ya no pedía salir, como había repetido tantas veces antes, clamando que había ayudado al FBI. Ahora sólo quería que en su expediente no figurara precisamente eso, para poder mostrarle a los pandilleros que no, que no era un soplón.

Su caso tardó siete meses en ser resuelto (lo habitual es que se dirima en horas). ICE afirmó que era un peligro para la comunidad, pese a que quedó demostrada su colaboración con el FBI. El juez creyó su testimonio, pero bajo la ley estadounidense un inmigrante que comete un delito grave debe ser deportado.

Henry podría haber apelado, y según expertos consultados por la citada revista habría tenido posibilidades de haber logrado el asilo. Pero hubiera tardado años. Y en ese tiempo, la MS-13 le habría encontrado. Así que decidió no apelar. El 10 de enero fue deportado a El Salvador.

Ahora vive escondido en una ciudad europea, donde confía en conseguir asilo. “He roto con las bandas para siempre, es la cosa buena que ha salido de todo esto”, ha declarado, “espero haber ayudado a la gente a ver lo difícil que es conseguir que las cosas cambien así. Nunca sabes lo que va a pasar, pero lo importante es intentarlo”.