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Los inmigrantes olvidados: un viaje a ninguna parte huyendo de la muerte

Después de que incendiaran su vivienda y muriera su bebé, una pareja se unió al éxodo hacia otro país: "No es nuestro hogar, pero es seguro"
Un niño rohinyá llora en un campo birmano de refugiados el 3 de octubre.
Un niño rohinyá llora en un campo birmano de refugiados el 3 de octubre.  AP / AP

Aung San Suu Kyi recibió el Premio Nobel de la Paz en 1991. Entonces estaba encerrada en su casa por orden de una junta militar sanguinaria que dictaba los designios de Myanmar, también conocido como Birmania, un país de 41 millones de habitantes junto a China y Tailandia. Suu Kyi abogaba por la no violencia, era budista, como la mayoría de birmanos, y acababa de ser elegida líder política del país en unas elecciones que la junta militar convocó y luego no reconoció. Un cuarto de siglo después, Suu Kyi es libre y ejerce como líder política de Myanmar, que tiene ya 51 millones de habitantes, pero no parece haber sido capaz de traer consigo la paz que el Nobel reconoció: bajo su mandato, se está llevando a cabo “una limpieza étnica de libro”, según Naciones Unidas, una persecución “genocida”, según Amnistía Internacional, que ha obligado a huir del país a medio millón de musulmanes, y puede engendrar, según Estados Unidos, una camada de terroristas que sacuda no sólo al continente asiático sino al mundo entero, que contempla esta tragedia entre la indignación, el silencio y la ignorancia.

Un grupo de refugiado recién llegados el lunes a Bangladesh, a los que el Ejército no ha permitido acceder a un campo de refugiados.
Un grupo de refugiado recién llegados el lunes a Bangladesh, a los que el Ejército no ha permitido acceder a un campo de refugiados. AP / AP

Un grupo de refugiado recién llegados el lunes a Bangladesh, a los que el Ejército no ha permitido acceder a un campo de refugiados. (AP)

Mohamed Rafiq caminó hasta la vecina Bangladesh (más de 160 millones de habitantes, la mayoría musulmanes), y, tras bajarse de la barca con la que cruzó la frontera fluvial, sencillamente cayó al suelo embarrado, exhausto, junto a su esposa, Noor Khatum, tan hambrienta y agotada que no era capaz de seguir caminando. Sin dinero, sin comida, sin saber qué hacer o adónde ir, con dos niños de cinco y dos años de edad traumatizados y uno de ocho meses al que tuvieron que dejar atrás en su huida. En realidad, lo que dejaron atrás fue su cadáver: una turbamulta de la mayoría budista, explica, quemó vivo a su bebé cuando prendió fuego a su aldea. La policía contempló cómo lo hacían sin intervenir, añade Rafiq. Casi dos meses después de que comenzara el éxodo masivo provocado por esta purga sistemática, medio millón de musulmanes de la etnia rohinyá ha escapado a Bangladesh. Y siguen llegando más cada día. “No queremos volver nunca más”, explica Rafiq, mientras voluntarios de Bangladesh le entregan un puñado de dinero y galletas para los niños. Cuando le ofrecen una botella de agua, vierte su contenido en la boca de su esposa, que mira hacia el cielo con la mirada perdida entre sus brazos. Y añade: “[Este] no es nuestro hogar, no es nuestro país, pero al menos estamos seguros aquí”.

Sufi Ullah es un agente de policía en Teknaf, una ciudad bengalí de 150.000 habitantes a la que sólo un río separa de Myanmar. “Les vemos cruzar cuando tienen la oportunidad. Se ocultan en los bosques y las colinas durante el día, y cuando pueden, echan a correr. El ejército les presiona, tienen miedo”, afirma. Llegan en botes, caminando a través del barro de la orilla, exhaustos, con sus hijos en brazos. Algunos nunca llegan. La Organización Internacional para las Migraciones asegura que al menos 60 personas fueron tragadas por el agua después de que su bote volcara.  Los que llegan, denuncian persecuciones, violaciones, asesinatos cometidos incluso por monjes. “Algunos no han comido o dormido en días, están tan débiles que no pueden ni andar”, cuenta Mohamed Ismail, un voluntario bengalí en Teknaf. “No sé cuántos quedan en Myanmar, pero vendrán más”, asegura Karim Elguindi, que dirige el programa de alimentos de Naciones Unidas en la ciudad bengalí de Cox's Bazar, cerca de la frontera. El gobierno birmano no ha permitido a la prensa entrar al estado norteño de Rakhine, de donde huyen los rohinyá a través de la selva.

El Papa Francisco ha anunciado que viajará a Myanmar y Bangladesh al finales de noviembre, tras denunciar “la represión de nuestros hermanos los rohinyá”. El 28 de noviembre dará un discurso ante Suu Kyi, a la que el cardenal católico birmano, Maung Bo, ha defendido de las críticas internacionales asegurando que su poder para controlar el Ejército es limitado. Los militares iniciaron esta campaña de represión después de un ataque de un grupo insurgente rohinyá el pasado 25 de agosto. Tanto Naciones Unidas como Amnistía Internacional han tachado de desproporcionada su respuesta. La organización humanitaria denuncia que cientos de personas han sido asesinadas por las fuerzas de seguridad, que rodean las aldeas, disparan contra quienes tratan de huir y prenden fuego a los edificios, quemando vivos a niños, ancianos, minusválidos, etcétera. Mujeres y niñas denuncian violaciones, según la organización, que ha pedido un embargo de armamento y sanciones económicas contra el país.

Un hombre lleva a su madre al hospital en un campo birmano de refugiados el pasado 21 de septiembre.
Un hombre lleva a su madre al hospital en un campo birmano de refugiados el pasado 21 de septiembre.AP / AP

Un hombre lleva a su madre al hospital en un campo birmano de refugiados el pasado 21 de septiembre. (AP)

La Unión Europea considera “creíbles” las denuncias de “serias violaciones y abusos de los derechos humanos, incluyendo brutales ataques contra niños”. Asegura que, tras este “uso desproporcionado de la fuerza”, está revisando sus acuerdos militares con Myanmar. Estados Unidos coincide en calificar la respuesta de “desproporcionada”, califica lo ocurrido como “tragedia humana”, en palabras de Patrick Murphy, alto oficial del Gobierno para el Sureste Asiático. El congresista republicano Ed Royce fue más allá al denunciar una “limpieza étnica”. El Departamento de Estado ha advertido que la región podría desestabilizarse, invitando a germinar al terrorismo internacional. Suu Kyi ha negado las acusaciones. 

Rafiq y Khatum aseguran que no saben adónde irán: “No tenemos nada. No sabemos qué hacer”. Huyeron de la aldea de Maungdaw cuando la policía, el ejército y monjes budista la prendieron fuego durante la noche, denuncian; su cabaña de madera se hundió sobre su bebé. Huyeron a otra aldea que también fue quemada poco después. Llegaron a la orilla del río sin dinero para pagar al barquero, así que durante dos días Rafiq ayudó a otras personas a huir, llevando sus bienes a cambio de pequeñas cantidades de dinero. El 29 de septiembre, a las tres de la mañana, finalmente pudieron cruzar el río. “No sabemos adónde ir”, concluye en la cola para entrar a un campo de refugiados repleto ya.